Hoy fui a cambiar la pila en mi reloj. Por suerte, y sin que yo me diese cuenta hasta hoy por vez primera (¿cuantas veces nos pasa esto en la vida?), en mi calle hay un sitio que vende relojes.
Digo sitio, porque no es una relojería ni una joyería. Se trataba de una tienda donde venden relojes, y collares de perlas, y trofeos de golf, y copas, platos y bandejas de plata. La vitrina tiene pinta de antigualla y el interior igual.
Tuve que llamar a un timbre para que la señora del sitio me abriese. Cordialmente me cogió el reloj y me invitó a sentar en una silla de madera con asiento de terciopelo azul antiguo. Usado. Viejo.
Lo primero que me llamó la atención fue la araña de cristal. Estaba no sucia, sino oscura. Sin brillo. Sobre cada bombilla, reflejado fielmente en el techo, había una mancha negra que concordaba con cada brazo del aparato. Me pareció que el techo no se pinta desde que Franco vivía.
Después me fijé en las vitrinas. Eran de madera y con ciertos adornos neoclásicos. Todo a escala pequeña y poco importante. El fondo de cada vitrina era un trozo de madera marrón, brillante, que tendría el grosor de uno o dos folios.
El local era oscuro y pasado de moda, aunque dudo que jamás lo estuviese. Su elegancia era engañosa pues en verdad no lo era. Era un sitio servicial disfrazado de joyería de lujo sin lograr ser ni lo uno ni lo otro.
Mientras esperaba, la dueña pulía un par de copas plateadas con unos guantes especiales. Solían ser blancos, pero el uso los ha ennegrecido.
Al cabo de un rato, una chica pelirroja me avisó de que no mi reloj tiene algún problema y que no ha cambiado la pila.
Me acompaña hasta la puerta.
Tras de mí sentí que dejaba una especie de puente entre dos épocas donde gente de hoy, la chica, convive con el pasado de sus padres, el cual no ha sido renovado.
Digo sitio, porque no es una relojería ni una joyería. Se trataba de una tienda donde venden relojes, y collares de perlas, y trofeos de golf, y copas, platos y bandejas de plata. La vitrina tiene pinta de antigualla y el interior igual.
Tuve que llamar a un timbre para que la señora del sitio me abriese. Cordialmente me cogió el reloj y me invitó a sentar en una silla de madera con asiento de terciopelo azul antiguo. Usado. Viejo.
Lo primero que me llamó la atención fue la araña de cristal. Estaba no sucia, sino oscura. Sin brillo. Sobre cada bombilla, reflejado fielmente en el techo, había una mancha negra que concordaba con cada brazo del aparato. Me pareció que el techo no se pinta desde que Franco vivía.
Después me fijé en las vitrinas. Eran de madera y con ciertos adornos neoclásicos. Todo a escala pequeña y poco importante. El fondo de cada vitrina era un trozo de madera marrón, brillante, que tendría el grosor de uno o dos folios.
El local era oscuro y pasado de moda, aunque dudo que jamás lo estuviese. Su elegancia era engañosa pues en verdad no lo era. Era un sitio servicial disfrazado de joyería de lujo sin lograr ser ni lo uno ni lo otro.
Mientras esperaba, la dueña pulía un par de copas plateadas con unos guantes especiales. Solían ser blancos, pero el uso los ha ennegrecido.
Al cabo de un rato, una chica pelirroja me avisó de que no mi reloj tiene algún problema y que no ha cambiado la pila.
Me acompaña hasta la puerta.
Tras de mí sentí que dejaba una especie de puente entre dos épocas donde gente de hoy, la chica, convive con el pasado de sus padres, el cual no ha sido renovado.
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