martes, 1 de noviembre de 2011

Sevilla, siempre Sevilla...

AOG, Sevilla


Hace unos siete años estuve en Sevilla por última vez. Y la vez anterior a esa fue en el año 1990. Es decir, hace 21 años. Cuando estuve en 2004, lo hice en la víspera de irme de Europa a vivir a EEUU y dejar atrás este viejo continente de una buena vez. 

Al final no lo conseguí,  pero el destino, por primera vez a mi favor, intervino y me llevó a Sevilla. 

Estaba yo un mes antes en EEUU, arreglando todo para irme a vivir ahí, cuando mi mejor amigo me escribió, invitándome a ir con él. Hacía en ese momento 14 años que no pisaba tierra andaluza,  y pensé, 'bueno, me voy; no tendré oportunidad de ir otra vez porque, si vuelvo a Europa, no será para ir a Sevilla'. 

Es obvio que me equivoqué. Fui a Sevilla con mi amigo y, por casualidad, la persona que hoy comparte mi vida, también fue a Sevilla. 

Él lo tenía planeado desde antes de conocerme, y yo también a él, y fue algo de sincronicidad lo que nos hizo a los dos ir al mismo sitio. Desde entonces yo no he podido volver a Sevilla, pero  él sí. Por lo menos hasta este año.

Una vez más acudí, esta vez con muchas ganas de volver a ver la ciudad, y desprovisto de aquel sentimiento de despido que me acompañó en 2004. 

Puedo reportar que la ciudad ha cambiado. Pareciera que en 2004 ni me enteré de que estaba ahí, no me fijé apenas en nada que no fuera él. No me fijé en las calles apenas, ni en la gente, ni en...bueno, en nada. 

Esta vez, sin embargo, me fijé en más cosas. Me fijé de que en la calle las tiendas son más hermosas, con mejores escaparates, con más color, más lujo. Es obvio que hay más dinero en la ciudad. 

Se lo comenté a mi pareja, y me dijo que hace unos años, toda España era como yo me acordaba, y que esto de las tiendas caras por todas partes, es algo nuevo, propio de una economía, hasta hace poco, boyante.Y se nota por todas partes. 

Empezando por el Metropol Parasol, una estructura en la mitad de la plaza de la Encarnación que parece sacada de un libro de Ciencia Ficción.
 
Ahí está, desafiando la ciudad, como diciéndole, 'yo soy lo nuevo, no tú'. Y la gente ya ha empezado a hacer de ella parte de la ciudad, con lo que no dudo en que dentro de poco, pasará a ser tan parte de la misma como lo es su hermosa catedral. 

He de confesar que esta visita me abrió un poco los ojos a mí mismo. Atrás ha quedado la aprensión que durante años tuve con Sevilla. Es como si no hubiera pasado nada. Y mejor así. Esto me ha permitido disfrutar de su eterna belleza. 

Estuve cuatro días paseando entre naranjales que van perdiendo sus ojas en pos del otoño, entre edificios de escala muy humana, cuyo tamaño hace tiempo que había olvidado, lo cual hace de la ciudad un sitio muy agradable, y muy dado a la buena vida. 

Quizá la mayor sorpresa es la Alameda de Hércules, un espacio mágico que siempre me gustó, pero que ahora, al menos para mi intelecto, entrelazo con los paseos de mi infancia en las Américas. Tiene algo de nuevo, algo de viejo, y algo de eterno. Recuerdo el mercadillo que solía haber ahí los domingos. 

Es ahí, en ese mercadillo, donde compré mis primeras cintas piratas: una de Tracy Chapman (a la que le faltaba una canción pero no lo supe hasta años más tarde) y una de Mecano. Y es ahí donde aprendí que ese tipo de cosas existía.  Quisé volver pero me dijeron que lo habían cambiado de sitio, que ahora estaba en un lugar llamado el Charco de la Pava. 

Me dirigía hacia él sin saber muy bien donde estaba al día siguiente, y en el camino pregunté si estaba lejos. 

Un vecino me dijo que ya no estaba ahí tampoco, que lo habían cambiado de lugar. Que ahora estaba por donde se hacían las pruebas de velocidad. Desistí. No sabía donde estaría ese sitio. Pero el de mi memoria sigue ahí, en esa Alameda.

Igualmente, también disfruté de la comida de la ciudad, aunque no todos los días. 

Sucedió que quedamos con unos amigos de Cataluña que estaban visitando la ciudad y quedamos a cenar, precisamente en la Alameda. La cena no estuvo mal, aunque estuvo un poco salada la comida y un poco desfasado el servicio. Pero lo extraño de todo esto fue que nuestros amigos quisieran cenar pizza en Sevilla. ¡Pizza!

Es como ir a Roma e irse al Burger King ¿no?

En fin. En estos cuatro días decidí visitar los dos sitios en los que viví en Sevilla hace 21 años durante poco más de un año antes de partir hacia Londres. 

El primero ha mejorado un poco su aspecto. Me senté en el mismo banco donde lo había hecho 20 años antes en compañía de mi hermana y los amigos que nos hicimos en el barrio en aquella época.

En ese momento sólo estaba yo para acordarme de todos nosotros y de aquellos días ahora tan lejanos. Una vez más   el tiempo ha surtido su efecto y las heridas han ido desapareciendo. 

En aquel momento hace unas horas solo quise ver a aquellos chicos riéndose con nosotros, y nosotros con ellos. Pero no. Eso obviamente queda para la memoria y morirá con cada uno de nosotros. 

Tampoco es para tanto. Son solo pensamientos.

Al rato di un paseo por el barrio y este también ha cambiado para mejor. Hay edificios nuevos de diseño modernillo, hay más árboles, y se ven coches más caros en las calles. Aunque, a pesar de todo, también siguen ahí los viejos sitios, aunque con la fachada pintada y la cara más limpia. 

Me gustó que así fuese. Que haya habido un progreso para todos.

Y decidí irme al segundo. El de las peores memorias. Quizá el destino quiso que no lo reconociera porque me detuve frente al edificio en el que viví y no lo reconocí en absoluto. Ojo, también cabe la posibilidad de que me equivocase de calle, pero no lo creo. Cuando vi el portal me pareció recordar el número y todo:  79. 

Pero esto puede ser solo una memoria falsa. Y sin embargo, no reconocí la fachada, ni los balcones del mismo. 

Es extraño porque, según lo miraba, recordaba nuestra vida ahí adentro y no coincidía. No coincidía nada en absoluto. 

Con lo que lo dejé por perdido y me fui andando hasta la Avenida de la República Argentina. Tenía que irme al hotel en breve, pero quería volver a esa calle, tan importante para mí. Era de mis favoritas en aquella época, sobre todo porque en ella estaba mi tienda favorita de la ciudad: el Vips. 

¿Y por qué? Porque en verano salvé la vida pasando horas y horas en su recinto pleno de aire frío y acondicionado, algo que en mi casa no existía, ni en la de nadie en esa ciudad. Sigo asombrado de cómo a los sevillanos el calor les afecta poco y, además les gusta. 

Pues llegué a la calle en cuestión y no divisé el Vips. No estaba. No lo veía. 

El susto fue grande. Ya en Barcelona hace un par de años que el Vips cerró, y temí porque hubiese pasado lo mismo ahí. 

Pero al cabo de caminar un par de minutos, lo divisé. No sé seguro si está en el mismo sitio que lo dejé hace 21 años, pero al menos está. 

Me fui caminando hacia él y, antes de entrar, me percaté de que justo enfrente de la entrada, apoyado contra una columna, había un chico vestido de corredor sentado en el suelo. 

Pasé por delante de él (no había otra opción) y me fijé en que delante suyo había una visera en la que descansaban algunas monedas. No entendí exáctamente lo que pasaba. 

Ese chico de lejos no parecía un mendigo. Y de cerca menos aún. Parecía un chico (tendría  entre 27 y 32 años) que se había sentado contra la columna para descansar. Era atlético, estaba bien peinado, en fin, parecía una persona igual que yo, no un mendigo. Pero mendigaba. 

Obviamente la otra Sevilla aún sigue viva. Me percaté que de vez en cuando me divisaba desde afuera, y que, al salir la gente, él les miraba esperando que cayera alguna moneda. 

Estas situaciones siempre me ponen nervioso la verdad. Es cómo cuando te piden al lado del cajero. Es obvio que el hambre te hace ser arriesgado. 

Y si no es el hambre, será otra cosa, una que, de momento, no padezco, y que quizá no entienda del todo. Pero ahí está, desvergonzádamente pidiéndote ayuda. El si la necesitan o no, lo dejo para los demás, que cada quien decida por sí mismo. 

En esta ocasión, al salir, no le di nada a este chico. No recuerdo el proceso mental, pero sé que, por lo general, me muestro más a gusto ayudando a gente más mayor y muchísimo menos atlética que él. Quizá sea un error, quizá él lo necesite más; uno nunca sabe.

De vuelta a la ciudad, un par de días más tarde escuché a dos chicas semi burlarse de una tercera. 

Lo que escuché fue lo siguiente: "sí, una ayuda pero es que hace tres días también le habían robado el bolso". De ellas no escuché más. 

Alcé la vista y, a unos metros enfrente nuestro, vi una chica, que empujaba una bici, algo atlética pero de apariencia un poco desaliñada, pidiendo dinero porque le acababan de robar el bolso. Por su aspecto, no era fácil deducir que lo del bolso era una ficción. 

Pero por desgracia, ese dinero que en tantas ciudades de España ha venido cayendo, a muchos no les ha pasado por su casa, y se ven en la necesidad de hacer lo que hacen.

El día anterior, decidí pasear por la parte vieja buscando alguna tienda de libros antiguos, y la encontré en la Plaza de los Terceros.  

Seguí caminando por una zona que desconocía totalmente (poco más de un año no da para tanto después de todo), y al decidir volver, tuve un momento de esos en los que te sientes idiota y que a mí me pasan a menudo en España. 

Estaba esperando para cruzar la calle frente al paso zebra y de detrás mío vino un chico dando voces "¡pase, tiene usted la prioridad!" 'Gracias', le dije, y pasé. 

Y estuve un buen rato pensando en esa continua situación en la que no me sé desenvolver muchas veces en España. 

Es, claro está, culpa del no haber crecido en España y de no estar siempre 100% seguro de no estar dando un paso en falso.

Sí, disfruté mucho de Sevilla esta vez. 

De sus hermosas fachadas,  y de la gente tan bien vestida. 

De su habla y los célebres giros tan ingeniosos de los andaluces con la lengua castellana. De su aire, y de su gente, con la que tuve la suerte de hablar, aunque fuese poco. 

Siempre, siempre, siempre he agradecido la hermosa generosidad de los andaluces. ¿Son todos generosos? No, todos no. Pero es cierto que, por alguna razón, los andaluces poseen una generosidad muy humana y muy cercana. 

Fuimos a una tienda donde vendían carteles antiguos buscando un tubo para llevar un par de carteles pequeños. El señor nos lo vendió por dos euros. 

Era tan bonito lo que había en la tienda que nos quedamos un rato a ver lo que tenía. Al final compramos un cartel de la feria de Sevilla de 1937 que tenía su historia. 

Se diseñó para ese año, pero ese año no hubo feria por la Guerra Civil. No fue hasta 1940 que la feria volvió a Sevilla, y utilizaron el cartel sin usar de tres años antes. Y también compramos un anuncio antiguo pintado sobre una placa de meta. Al final, salimos de la tienda con unas buenas compras. 

Y sin embargo, el dueño, al ver que sus ventas habían ido más allá del tubito, nos devolvió los dos euros y nos regaló el tubo. No es el dinero, es el gesto. Es la generosidad. Y eso lo agradezco, y lo admiro. 

Y sé bien que, aunque eso mismo puede pasar en otras partes, también sé que es difícil que ocurra fuera de Andalucía. No imposible, pero no es lo usual. Al menos en Madrid no me ha ocurrido, y en Cataluña tampoco.

Eso no dice que nadie sea mejor o peor que nadie,  cada quien tiene su encanto, es solo que, ese aspecto de los andaluces siempre lo admiraré  y me parecera loable. 

Por eso y por más cosas me quedé con ganas de más, y con gana de volver. Sobre todo de volver a aquella calle y a aquel edificio que pensé que es donde viví, pero que quizá no lo sea. Me quedé con ganas de pasear por el Parque de María Luisa, por ver Triana de nuevo, por entrar en la catedral, y visitar la judería. 

Por entrar en la tabacalera. ¿Para qué? Mis antiguos compañeros hace años que acabaron la carrera de Derecho. No lo sé. 

Uno siempre quiere volver a los sitios donde se hizo historia, aunque la historia en cuestión solo sea personal.