sábado, 27 de marzo de 2010

La 'perdición'

AOG, Madrid 

Cuando yo era pequeño, como todos, tuve varios amigos y amigas. A diferencia de la mayoría de la humanidad, para bien o para mal (personalmente siempre he pensado que más para mal que para bien), he ido dejando amigos desperdigados por el mundo. Quizá por haber sido yo el que se iba, me acuerdo más o menos de todos, o casi todos.

El otro día, viendo la televisión, me acordé de una amiga en particular. No hace mucho, me encontré con ella en el Facebook. Bueno, no con ella, con su nombre. Pero era ella. Tiene un nombre algo particular, y los pocos datos de perfil que te da el servicio confirmó su identidad. Le escribí contándole un poco de mi vida actualmente. Hasta la fecha no ha respondido y dudo ya que lo haga.

No conozco sus razones pero las presiento.

La conocí en Houston, cuando yo tenía unos 12 años. Mi primera impresión de esta chica risueña era que me recordaba mucho a una versión semi anoréxica de la pequeña Lulú.

Teníamos una o dos clases juntos. Quizá más. Sobre todo recuerdo la clase de gimnasia con ella. Recuerdo verla correr con su esquelético cuerpo y sonriendo a mi lado mientras yo me axfisiaba.

No éramos los mejores amigos del mundo, pero éramos amigos de alguna manera. De esa manera extraña que los niños tienen de hacerse amigos sin más, dándolo todo, y esperando todo de vuelta -curioso que de mayor no solemos esperar tanto de la gente-.

Cuando acabó el año escolar, ella se fue a un colegio, y yo a otro. Salió de mi vida y no la volví a ver hasta cuatro años más tarde, durante un viaje escolar a Washington.

Un programa educativo había invitado a varias escuelas a ir a la capital federal a ver como funcionaba el Gobierno, las instituciones; a conocer a tu 'Congressman/woman'. En fin, a que vieras un poco de mundo y salieras de las faldas de tus padres.

En mi grupo habíamos dos colegios de Texas y dos de California. La primera noche (nosotros llegamos con retraso) nos dividieron uno y uno (un colegio tejano, otro californiano) y nos hicieron participar en ese tipo de juego diseñado a que conozcas a los demás -el cual siempre he odiado-. 

Me acuerdo aún del ejercício que, sorprendentemente,  más me gustó. Teníamos que dibujar un mapa del otro estado y poner todos los tópicos que conociéramos de él. La discusión estaba servida.

Ellos dibujaron un estado lleno de petróleo, ganado y vaqueros. 

Nosotros dibujamos un estado lleno de hippies, estrellas de cine, y lo que denominamos "The Dope Coast" (la costa de la marihuana).

Nos reímos, y, tan lejos de casa y de nuestra vida social en el colegio, con sus avatares, juegos sociales por ser popular, sus más y sus menos, dejamos de lado algunas de las fajas que llevábamos puesta en nuestras vidas. Al fin y al cabo, esta gente era nueva, y no teníamos por qué sacar esqueletos de ningún armario. Toda nuestra relación era nueva. Empezaba de cero, y teníamos siete días para crecer y aprender unos de otros.

A mi amiga no la vi hasta el tercér o cuarto día. Fue una amarga sorpresa. Había cambiado. No era la qué dejé atrás. 

Tenía el pelo corto, rizado (creo que era una permanente de esas que quedan mal), vestía como si fuese una señora mayor. De hecho, su aspecto era el de una señora mayor. Tendría 17 o 18 años, y parecía una jubilada. Le acompañaba una chica gordita, de aspecto envejecido también. Ella no me reconocía, y me extrañó. La observé aquella noche y vi que, por desgracia, aquella chica que cuatro años antes era juvenil, moderna (en la manera que una persona de 13 con poco presupuesto puede ser moderna), y simpática era ahora una persona casi uraña. Me dolió mucho verla. 

El resto del viaje no tuvimos verdaderamente oportunidad de volver a hablar. Recuerdo que en un par de ocasiones, cuando nos juntamos por azar las escuelas que no íbamos juntas, ella estaba en su mundo, con su amiga.

No la volví a ver más. Me olvidé de ella durante décadas, hasta hace poco, cuando se me ocurrió ver si estaba en el Facebook. Y ahí estaba, 85 perfiles del mismo nombre más tarde.

Con sus fotos familiares y las de su, me imagino, congregación. Y fue en ese momento, cuando vi estas imágenes, que me di cuenta de que mi amiga no había sido perdida. Había sido robada. 

Quizá su familia, o algún profesor bienintencionado; quizá ella misma, no lo sé, se dio por completo a la religión, tal y como es entendida por los fundamentalistas cristianos en el sur de EEUU. 

Las piezas encajaron rápida y cruelmente. No había cambiado, la cambiaron. 

Dejó de ser ella misma para convertirse en la versión religiosa y no pecadora de ella misma. La amiga que la acompañaba no dudo ahora en que sería una chica de las que la acompañaba a misa. Todo era tan obvio. Aquella imperceptible intolerancia recién plantada seguía ahí, pero, por desgracia -o quizá por suerte-, no le sentaba bien.

Aún así, a pesar de mi mismo, le escribí, contándole un poquito de mi vida, y le pedí que hiciera lo mismo. Quizá vi algo más que la intolerancia rabiosa de la religión. Quizá volví a ver a mi amiga. 
No niego que la nostalgia nos hace ver lo que queremos, y no lo que verdaderamente hubo. Es posible que la vida sea todavía más dura de lo que sospechamos. ¡O peor aún que eso!

No respondió. Quizá se olvidó de mí. Quizá nunca le caí bien. Sus razones tendrá. 

Yo, por si acaso, me quedo para siempre con la memoria de la pequeña Lulú, con sus puños cerrados mientras corría a mi lado, y su sonrisa moderna.

lunes, 15 de marzo de 2010

Progresos

AOG, Madrid

Ha vuelto el sol. Desde hace un par de días, mis compañeros de oficina se alegran de que hace menos frío. Yo, como siempre, les recuerdo que cuando estemos asados vivos en verano, se acordarán del frío que ahora desprecian.

Es curioso que las personas seamos tan reacias a aceptar el clima. Siempre primamos el comfort sobre lo demás. Aún así, queremos ir al espacio. Me sorprende. 

¿No hay un dicho que dice que como en casa no se está en ninguna parte? 

Esto no importa, sin embargo, ya que desde hace varias décadas, viajar se ha convertido menos en una necesidad, y más en un lujo. Antes la gente viajaba por razones económicas o políticas. Hoy, por razones de ocio.

Antes, viajar era un engorro. Tenías que ir en barco, y el viaje duraba semanas, o meses. 

O si tenías que viajar por tierra, antes de los trenes solo había carros, carretas, diligencias o caballos. Sin embargo, hoy en día viajar sigue siendo un engorro si vas por avión. 

Cuando era pequeño, ir en avión tenía un cierto glamour que ha perdido desde entonces. Las compañías aéreas perfieren ganar más y más dinero (están en su derecho) y se olvidan de el trato al cliente (el nuestro).

 A esto lo llamamos progreso.

¿A esto lo llamamos progreso......? 

Hace unos días, en un aeropuerto cualquiera de aquellos a los que vuela Ryanair, tuve la mala suerte de presenciar el abuso de esa compañía hacia sus clientes. 

Salían rumbo a algún destino africano,  y una señora estaba tratando de acomodar sus pertenencias delante de toda la cola que abordaba para que la dichosa maleta cupiese en esa cesta de hierro en la que estás obligado a meterla para demostrar que puede ir a bordo.


La pobre mujer, apurada como estaba delante de su hijo, sacaba bragas, paños, camisas, cremas, todo lo que había metido horas antes, frente a una cola que la miraba con desdén y pena a la vez.

Pronto tuvo compañía cuando una pareja se puso a hacer lo mismo. Acabaron antes que ella, y tuvo la mala suerte de ser la última en subir a bordo. 

Todo esto acompañado de los comentarios prepotentes y nada simpáticos del personal.

¿Hay una solución? Diría que no. Hoy en día votamos con los pies, no el bolsillo y, francamente, parece que estamos tan acostumbrados al mal trato que el quejarse parece poco más que una pérdida de tiempo. 

¿Qué esperas si vuelas con una low-cost? me dicen mucho. Pues espero que me traten bien. Yo no puedo dictar el precio al que me venden el billete. Tanto si es caro, como si es barato, espero que me traten con algo de respeto. 

Más o menos lo que la empresa espera de los pasajeros: que no les insultemos; que tratemos con un mínimo de respeto a la tripulación; que seamos civilizados. Y todo esto a pesar de que ellos no lo son en la mayoría de los casos.


Quizá me estoy haciendo mayor pero parece que todo lo concerniente al trato con el público va a peor. 


Malos camareros, malas dependientas, malos azafatos (cuando no descaradamente groseros), malos profesores, malos clientes, malos policías, malos políticos. 


Quizá en mi infancia la situación era parecida. Quizá era peor. Pero la memoria me engaña entonces si creo que antes había más respeto en la sociedad.


¿Es esto una consecuencia del progreso científico-tecnológico-económico-social?

jueves, 4 de marzo de 2010

Propio; ajeno

AOG, Madrid

Este lunes me levanté sobre las 04:50 de la mañana para tomar el primer vuelo a Madrid desde Barcelona.  

En casa me vestí con la luz de una lámpara, para no despertar a nadie. Medio en la penumbra, medio a la luz. 

Esa luz entre hostil y calurosa que acompaña al madrugador.

Cuando salí a la calle, me encontré, como suelo hacer, con la ciudad dormida, aunque alumbrada y pintada de naranjas y rosas pálidos gracias a las farolas nocturnas.

Siempre he sido el tipo de persona que piensa que la ciudad solo es suya cuando no hay nadie en ella. ¡Menudo tesoro! 

Supongo que a personas como Napoleón o Pizarro, las ciudades eran suyas solo cuando las personas en ellas se rendían. 

Pero, ¿qué significa que una ciudad es tuya? Obviamente Barcelona no es más mía que el cielo es mío, o el mar. O las estrellas en el firmamento. 

¿Qué queremos decir con eso?


Para mí, significa que, de alguna manera, en ese momento de solitud, llego a comulgar un poco con la urbe.

Aunque tampoco me convence ese verbo: comulgar

La tercera definición de la RAE dice "Coincidir en ideas o sentimientos con otra persona".  

Bueno, la capital catalana no es una persona, aunque las personas siempre antropomorfizamos las cosas para acercarlas a nosotros y entenderlas. O al menos tratar de entenderlas. 

No sé si las ciudades se pueden entender. O los países. Yo nunca entendí al Reino Unido, pero hay días que entiendo a Madrid. 

A Barcelona no sé si la entiendo del todo.

Y es mía, si mía la hago. Conociéndola y, muchas veces, explicándola a los demás. 


Recuerdo que cuando estudié la carrera de Historia, la profesora de metodología nos decía las virtudes de la historia oral: "Nadie sabe lo que va a decir hasta que abre la boca".

Esto, como periodista, me ha servido muchas veces. y en muchos artículos; con la palabra ajena labro la propia.

Y recuerdo haber leído algún artículo de psicología en el que decían que muchas veces no sabemos cuanto conocemos de un tema hasta que se lo explicamos a otra persona. 

Es decir, en el momento en el que explicas algo, lo que explicas ya lo entiendes, o lo estás tratando de entender. 

Me pregunto si podemos explicar lo que no entendemos. Diría que no, aunque esto nunca ha evitado que muchos traten de hacerlo.


Crítica leve

Este fin de semana, curiosamente, estuvimos comiendo con algunos amigos catalanes.

Uno de ellos, de manera inesperada, criticaba la actual situación de la economía y decía que era inconcebible que España tuviese 17 Gobiernos autónomos por el gasto que esto conllevaba. 

La queja no era tanto la devolución de competencias, sino el coste al contribuyente de mantener a tantas administraciones públicas.

No era la primera vez que escucho este punto de vista.

Pero sí era la primera vez que escuchaba a alguien en Cataluña hacer este tipo de crítica. 

El hacer esto me rompió un poco los esquemas respecto a la ciudad que más tarde me pareció propia. 

Me demonstraba que se puede ser catalán y criticar a la administración autonómica de manera constructiva. 

No es que esto en sí sea extraño. A mi ver, debería ser así siempre. Pero no me había topado con alguien que lo hiciese, alguien nativo. Supongo que ocurrirá entre los citadinos, pero no sé si es algo que hacen delante de forasteros, como yo. 

En cierta manera me sentí alagado que tuvieran la confianza de hacerlo. No lo esperaba.
Y yo soy de esas personas que necesitan ver para creer. No sé si esto es bueno o malo... 

Y de vuelta a la vuelta


El caso es que la ciudad dormida me pilló desprevenido. Desde la ventana del taxi que me llevó al aeropuerto, se desvelaba poco a poco y perezosamente. 

Algunas ventanas emanaban una luz tenue, luz de madrugada. 

Luz que alumbra a las personas cuando se despiertan para ir a trabajar. 
Las calles, sin embargo, se resistían a proferir mucha gente. 

No eran aún las 06:00, y estaban en su mayoría desiertas de peatones. No así de autos.
En cada semaforo nos topábamos con otro ciudadano recién levantado que iba camino del trabajo, o al colegio, o, bueno, donde quiera que se dirigiese.

Al llegar al aeropuerto, la ciudad era menos mía. De hecho, nunca lo había sido. No vivo en ella. 

Sus dueños verdaderos estaban ya desperezados y me hacían compañía en el aeropuerto. 

En la máquina de facturación; en la cola de seguridad. Tomando un café. Buscando mi asiento. Haciendo sitio para la mochila. Y -con los primeros destellos del sol que entraban a trompadas por la ventanilla, forzándonos a despertar, muy a pesar nuestro-, acompañándome a Madrid en el avión, . 

Donde, por cierto, empecé a sentir los primeros síntomas del catarro que me ha despedazado desde este lunes.