lunes, 27 de diciembre de 2010

Vínculos tardíos

AOG, Santander


Hay personas que nacen en un sitio, y viven en él el resto de sus días. 

Otras, nacen en un sitio, y viven no muy lejos de él. También hay otras que nacen en un sitio, y nunca vuelven a él.

Hasta hace algunas horas, estuve a punto de ser una de estas últimas. La relación de la ciudad de Santander conmigo es extraña. 

Además de haber nacido ahí, nada más me ata al sitio.

Mi vida entera la he vivido alejado de ella y poco, por no decir nada, sabía de esta capital marítima.

Llegué en coche hace unas horas y, confieso, que la entrada a la misma desde Bilbao no me encantó del todo. Mucha industria, mucho centro comercial, poca alma en el aire.

Luego, una vez dentro de ella, tampoco me gustaba mucho lo que veía.

Era todo luces brillantes un poco antiguas y, la verdad, el clima no acompañaba tampoco. 

Estamos en diciembre y decir que hace frío es decir poco. Y en esas me vi, en el principio (plaza del ferrocarril) tratando de buscar algún vínculo conmigo, sin suerte.

Mi pareja y yo fuimos al hotel, que estaba muy bien por cierto, a dejar las maletas, a ducharnos, y al poco rato salimos a cenar. 

La señorita de la recepción nos recomendó hasta cuatro restaurantes, y al final, tras dar muchas vueltas y descartar la mayoría por el alto nivel de ruido, o de humo, o de gente, o de todo junto, nos vimos una vez más frente al primer restaurante que nosotros habíamos descartado: El Riojano, en la calle Río de la Pila.

Al entrar, dos cosas nos hicieron querer quedarnos ahí. Uno, la falta de humo, y dos, el bajo nivel de ruido. 

Entramos, y nos sentaron enseguida. Las mesas estaban muy bien espaciadas, y el sitio tenía un buen ambiente. Aire limpio y se respiraba una cierta tranquilidad en el comedor.

La comida estaba deliciosa. Para el postre, pedimos en vez de tarta o pastel, fruta. Habían manzanas, naranjas y quizá melón. Pedí melón, si hubiese, y si no, una naranja.


No había, y en vez de melón, primero nos trajeron una mesa, luego una copa de cristal vacía, un cuchillo largo como la cola de un gato, y el Maître, quien se dispuso con una cierta destreza, a pelar una de las dos naranjas que trajo consigo, pinchada en un tenedor, como quien pela su barba con crema de afeitar. Toda una ceremonia. La dejó limpia y después procedió a sacar únicamente la parte central de cada gajo con el filo del cuchillo.

Fue todo un espectáculo.

Después, nos venció el cansancio y volvimos al hotel. Yo estaba más o menos reconciliado con la ciudad. Al fin y al cabo, solo había visto unas 4 o 5 calles.


Al día siguiente, nos levantamos temprano para ir a devolver el coche que habíamos dejado aparcado cerca del puerto. Fue de aquella manera que empezó a gustarme Santander. Frente al mar.

Mi primera impresión fue que las calles estaban muy espaciadas entre sí. 

Y la segunda, que los comercios mantenían la imagen que tendrían las tiendas, me imagino, hace 30 o 40 años. Los escaparates de las tiendas que no eran la típica cadena multinacional (Zara, Mango, etc), mostraban una elegancia antigua. 

La ciudad mantiene la idea de que lo que vende no es la presentación, sino la calidad aparente del artículo en sí. Esto es algo que, obviamente, se ha perdido con el tiempo. Hoy compramos la apariencia del artículo, no el que nos vaya a durar años. 

¿Quizá sea porque no queremos que las cosas nos duren años y buscamos la excusa para cambiarlas en cuanto podemos? Sí, me temo que es un síntoma de nuestra sociedad consumista y moderna.

El caso es que Santander mantiene una manera antigua de hacer las cosas. Antigua y encantadora. 
 Lo segundo que pude apreciar de la ciudad, fue su entorno natural. 

La ciudad está ubicada en una pequeña península y desde la orilla se aprecia la bahía de Santander, y, más al fondo, los Picos de Europa. 

El entorno me pareció espectacular. Era como si fuese un fiordo noruego. No tenía ninguna idea de que esa ciudad fuese así.

Sin embargo, dejando de lado mi afinidad hacia todo lo escandinavo, caminé por las calles santanderinas tratando de encontrar un vínculo entre la ciudad y mi persona. No lo encontré. Miraba a la gente a ver si tenía algo en común con ellos. Y no encontré mucho. Más bien nada.

Sin embargo, el pasear entre estas calles tan espaciadas, y el mirar a estas gentes, para quien soy sólo un viandante más, me hizo reflexionar acerca de los sitios en los que sí encuentro una afiliación sentimental y emocional. 

Y recuerdo las palabras de un amigo toledano con quien perdí el contacto hace años. 

"La vaca es de donde pace, y no de donde nace".

Y pienso que estoy de acuerdo hasta cierto punto. Pero no del todo (esto, en mí, no es algo raro).

Y así, durante algunas horas, conocí la ciudad en donde nací, pero a la que nada verdaderamente me ha atado hasta ahora. 

Hice varias fotos al pasear por sus calles empinadas y ensortijantes, y me pareció curioso que la gente se quitara para dejarme hacerlas, en algunos casos, o que me preguntaran que por qué estaba haciendo fotos por las calles, en otros. 

Esta pregunta me pareció, cuando menos, curiosa. La ciudad es bonita, y, después del incendio que casi la destruyó por completo en 1941, bastante regular en algunas zonas. 

Me pareció algo peculiar que la gente se extrañase al vernos hacer fotos por la calle. 

Pero no menos peculiar fue el hecho de que la ciudad me recordase a otras dos ciudades extranjeras: a Salvador de Bahía y a Lisboa. 

Y también, sobre todo la zona de la playa de El Sardinero, a Neguri.


Recuerdo a una ex-pareja que tuve, del centro de Inglaterra, que me contaba que sus padres, que siempre viajaron en barco porque su madre tenía pánico a volar, sólo les gustaban los sitios que visitaban si les recordaban a su condado británico de Hereford, y si no, no. 

Y de esta manera, entre otros sitios, no les gustó Buenos Aires porque no era como Hereford, pero sí les gustó el sur de España en los años 1970 porque sí les recordaba a su hogar. Y quizá a mi me pasa igual. Si un sitio me recuerda a otro, me gusta, y si no, ¿quizá menos? No sé si esta teoría la tengo comprobada del todo. 

El caso es que muy a menudo, cuando viajo a un sitio nuevo, es cierto que al poco rato de conocerlo empiezo a relacionarlo con otro sitio conocido, para bien o para mal. 

Afirmo que el viaje acabó bien. Que vi mucho, aunque dejé mucho por ver, en la ciudad, y que me voy con ganas de volver y conocerla un poco más. Aunque no tengo vínculos con ella, decidí que me gustaría tenerlos.

Reflexionando un poco, creo que me pedí demasiado respecto a Santander. 

Hay, obviamente, una fuerte carga sentimental con el sitio, y quizá me esforcé demasiado al principio por buscar algo que me uniera a ella. 

Lo habrá seguro, más allá de lo obvio, pero creo que he de dejar que el tiempo me ate a ella de alguna manera, o que me vuelva a alejar. 

Es algo que nunca he podido controlar: mi particular brújula geográfica aplicada a mi vida personal. Y no es que he perdido el norte, es sólo que nortes, tengo más de uno.

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