martes, 28 de noviembre de 2006

Ojos vemos.....

AOG, Madrid


Hace un año, la prensa daba la noticia del primer transplante de cara. Un año más tarde, se publican las primeras fotos de Isabelle Dinoire, la mujer que obtuvo una cara nueva a través de la cirugía tras ser desfigurada por un perro.

Veo las fotos y me percato de que ha cambiado ligeramente. A mejor. Que el trauma, aunque de proporciones sobrehumanas, fue superado en cierta manera. Al menos estéticamente. El trauma interno creo que nunca lo conoceremos. Cómo dicen en México (mi eterna fuente de sabiduría abueleña- o sea, de la abuela), Ojos vemos, penas no sabemos.

Ayer en la Plaza de Chueca, al salir del metro, me topé con un chico cubano al que conozco desde hace más o menos un año. Emilio.

En noviembre de 2005, cuando vine a Madrid a hacer las pruebas del Master, lo conocí a través de otro amigo cubano. Muy pronto nos unió un propósito común: la necesidad de compartir un piso a partir de enero. Al final no pudo ser por distintas razones, la principal de ellas que él encontró piso por su cuenta y se olvidó de mi y de nuestro plan común. Pero eso es lo de menos.

Desde entonces me lo he encontrado un par de veces por Madrid. Hablamos poco, sobre todo porque yo suelo tener prisa cuando le veo y estoy yendo o viniendo de algún sitio. Pero sucedió ayer que me regalé unos minutos con él y sus dos amigos paraguayos.

Me contó que no era feliz en Madrid. Que no le gustaba el capitalismo del todo, que es brutal. Que en Cuba la gente era feliz. Que él ahí nunca pasó penas, al menos no en su familia, o en su pueblo. Que recordaba que una vez le dijo a una amiga que, de todos los sentimientos, nunca había sentido depresión. Que ese sentimiento le pareció siempre muy elegante. “La melancolía, que tan bien sienta. Tan fina la melancolía”. Y que ahora la había sentido, y se arrepiente de sus palabras. Pero no volverá a Cuba; no a vivir.

Él defendió a su país. Pero no sé si defendía a Cuba. Defendía su versión particular de su país, la que él conoció. Su Cuba. Hasta ayer, no sé si me había dado cuenta de que todos tenemos una versión de nuestro entorno por dentro.

Creo que todos llevamos un país por dentro. Uno con su propia capital, sus fronteras, sus comarcas y provincia, sus ríos, montañas y playa, sus riquezas naturales y sus glorias y derrotas. Uno que, a veces es invadido, con el que a veces invadimos nosotros, que hipotecamos, o que enriquecemos. Que abre y cierra embajadas, monta ejercitos, rige su economía, firma tratados y pactos y que, en fin, existe sólo en nuestra cabeza. En nuestra memoria. Que nada tiene que ver con el país en el que vivimos, o del que somos. ¿Será que los países son tan extensos que sólo los entendemos a trozos? ¿O será que el intelecto los divide y los trocea para entenderlos mejor? Recuerdo haber leido una vez que el tamaño de Rusia abrumaba y confundía a los rusos. Que era un país tan grande que los rusos no lo podían contemplar apenas. Propongo que los países pueden ser un ente tan inabarcable que no importa su tamaño. ¿Entienden los habitantes de Mónaco a su país? ¿Andorra?

El escritor británico Leslie Poles Hartley escribió al comienzo de la novela The Go-Between (El Mensajero) que “El pasado es un país extranjero. Ahí las cosas se hacen de manera distinta” ("The past is a foreign country; they do things differently there”). Qué razón tuvo. Todos cargamos una versión, mucha veces edulcorada, de nuestro pasado. ¿Qué hay en nuestro intelecto- o qué le falta a éste- que no nos permite ver el pasado tal y como fue?

Mi amigo cubano nos contó anécdotas de su país, de su Cuba. Sobre todo de su infancia. “Ese país ya no existe” le decían sus amigos y yo asentaba con la cabeza. Pero yo me pregunto si alguna vez existió. Y me pregunto a mi mismo la misma cuestión. Estos países que tengo en la cabeza, estos países que llevo por dentro y deploro o defiendo según el momento, ¿existieron?

Los chicos paraguayos están felices en Madrid. Ni hablar de volver a Paraguay. Uno de ellos empezó a hablar del país. Al cabo de un rato, el otro chico exclamaba “¡Tampoco es así!”. Había un conflicto de fronteras. El país del uno, estaba invadiendo el país del otro. Y uno concedía que bueno, que quizá no era así. Y el otro hablaba. Y así un buen rato los dos.

Y en esos momentos, creo que empecé a comprender a Isabelle Dinoire en cierta manera. Me refiero en su decisión de acceder a tener una cara nueva. Antes de la operación, no podía comer ni beber. No llevaba una vida normal. Comprendí que no importa que cara tienes, si quieres una vida normal. Y ella quería eso. Como lo quisiéramos los demás en las mismas circunstancias.

Quizá, para obtener esa vida normal, construimos una versión, aunque sea adulterada, de nuestra vida en la cabeza. Y cuando hablamos, hablamos de ese país extranjero, en el que las cosas se hacen de manera distinta.

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