miércoles, 13 de septiembre de 2006

Bearbricks de Lagerfeld


Hoy ha vuelto a soplar el viento frío en Madrid. Hoy ha sido un día raro, extraño. De los que te acuerdas más adelante por las cosas que pasaron en él. No porque éstas fuesen importantes sino porque, a su manera, son transcendentales pero en el momento no nos damos cuenta.

Empecé el día bien, levantándome temprano. Desde por la mañana hasta por la tarde he tratado de dar con Raúl Rivero. Imposible. Me dijo la semana pasada que quedaríamos hoy para hacer una entrevista. No ha querido contestar los correos electrónicos ni tampoco responder a los mensajes que he dejado en el contestador del móvil de su mujer. Alguna razón habrá para excusar su comportamiento. Hasta que no la conozca no puedo dejar de pensar en la mala educación de este señor. Pienso que basta con decir “no me interesa la entrevista” desde un principio para que yo hubiese hecho alguna otra cosa.

A estas alturas, a menos de 48 horas para que cierre la edición de la revista, poco puedo hacer. Me he quedado sin pieza escrita. He hecho de fotógrafo todo el día, toda la semana y la semana pasada, pero poco más. No habrá artículo firmado por mí. Lo cual me da bastante rabia. ¿Moraleja? Que siempre he de tener más de un tema andando porque nunca se sabe por donde irán los tiros.

Hoy también fue día raro pues estuvo nublado todo el día, como suelen estar los cielos en Londres. Todo Madrid parecía una versión manchega de la capital británica. Con sus ruidos en español, sus tiendas con carteles de neón, sus cafeterías llenas de buena comida española. Y me di cuenta de que no era Londres, era Madrid, pero la luz era la misma. No añoré Londres. No creo que lo llegue a añorar, primero porque voy tantas veces desde que me fui que no tengo tiempo de echarlo de menos, y segundo porque se añora lo que no se tiene, y yo a Londres lo tengo bastante. Estos últimos 15 años en Inglaterra los llevo muy adentro- para bien o para mal- y de momento, ahí están sin molestar.

Me di cuenta de la luz del día en Atocha. Fui al Reina Sofía pare hacer fotos al Gernika de Picasso. Hoy es martes. Museo cerrado. Delante había una chica vendiendo dibujillos más bien feos y sin gracia, un poco como ella. Simple y sin mucha gracia, tirada en el suelo vendiendo su arte a gente que no lo aprecia, como yo.

Me volví a casa y ahí me di cuenta de la luz gris que Madrid tenía hoy. Y del ligero viento que soplaba, ya no caliente hirviendo como hasta ahora sino más leve, casi apagado. Y volví a casa.

Hice por la tarde un par de recados y salí hacia el barrio de Salamanca a hacer fotos al escaparate / vitrina de Chanel y sus bearbricks modelo Lagerfeld. Pero antes de ir, como me había bajado en Núñez de Balboa, anduve por Velázquez hasta el VIPS de Ortega y Gasset. Según llegué fui testigo de una pequeña tragedia la cual aún ahora me estremece.

Un señor de unos 50 años muy bien llevados, quizá menos, quizá más, tenía alzado a un pequeño perro medio muerto y totalmente ensangrentado. Había sangre por todas partes. A su lado, una pequeña niña que me parece no entendía del todo lo que había pasado. El señor metió al pobre perro- aún temblando pues no estaba muerto del todo aunque pronto lo estaría- en su casita portátil en la cual seguramente llegó hasta ese punto unos minutos antes. Nadie se preocupaba por el perro más allá de deshacerse de él lo antes posible.

Ayer en el Independent leí una pequeña entrevista a Patrick Neate, autor de
Twelve Bar Blues y ganador del prestigioso premio Whitbread ( ahora llamado COSTA en honor de la franquicia de Cafés Costa) en el 2001. En ella, le preguntan cual es la mejor edad, y el responde que los seis años. “Con seis años eres lo suficientemente mayor para entender lo que es la mortalidad pero aún muy joven como para considerar que alguna vez te ataña a ti”.

Desde ayer he estado pensando si yo con seis años entendía o no lo que era la muerte. La niña del VIPS creo que no lo entendía. Cuando salí del VIPS, ella estaba en brazos del señor del perro sentados ambos en un banco con la casita del perro al lado. Estaban esperando a alguien. O quizá esperaban algo. Estaban callados los dos. Como dos estatuas humanas pintadas y vestidas pero inertes.

Aún me pregunto como no se le ocurrió a este señor llevar al pobre perro a un veterinario. Más que nada para que el pobre animal no sufriera una muerte lenta y llena de agonía. Aunque quizá el pobre animal, en su estado de shock, y tras la tremenda pérdida de sangre, falleció en su casa como suelen hacer las personas con suerte: rodeado de sus seres queridos. La nena estaba también como en estado de shock. Quieta. No se movía. ¿Sería culpa de ella la muerte del pobre perro?

Cuando crucé Velázquez, además del rastro-más bien río- de sangre, a medio paso de cebra, vi una correa de perro tirada en el suelo. Enseguida me puse a maquinar que es lo que podría haber pasado. El perro se escapó de la correa y fue atropellado. La niña corrió detrás de él y no le pasó nada de milagro. O, la niña soltó al perro y éste se echó a correr para cruzar la calle. Se me ocurrieron tantas cosas. Viendo lo afectado que estaba el padre, o el abuelo, de la niña, pensé que seguro la nena estuvo a punto de perder el contacto con éste mundo. Recuerdo que su madre/abuela salió del VIPS casi con un sincope. Para esta pobre familia hoy fue un día de tragedia. Francamente, hubiese preferido no haber visto nada. Pero la vida es así, te coge y te desbarata el día cuando menos lo esperas. Hoy, esa pobre niña perdiñó un pequeño porcentaje de inocencia y ganó un grano de sabiduría. Aunque...¿de qué nos sirve saber lo que es la muerte?

Me fui andando hasta Serrano para hacer tiempo mientras daban las ocho y volvía a Chanel para hacer fotos al cabo de un rato. Estuve leyendo la prensa del Starbucks y tomando un Latte hasta que eran menos cinco. Volví a Chanel e hice todas las fotos que quise al horripilante bearbrick de la ventana diseñado por Lagerfeld.

Al terminar, llamé a mi amiga Sumi de Londres que está en Madrid y quedamos para tomar algo más tarde. Tomé el autobús línea 1 y me bajé en la misma parada que utilizaba para ir a la
TOBE 3 calles más arriba. No es que sea vago, es que solía llegar tarde, y el autobús ayuda a llegar menos tarde. Me di cuenta de que para mí, esa parada solo servía para tomar el autobús, no para apearte del mismo. Equivocación por mi parte. No es unidireccional. Y hacía tiempo que no la utilizaba. Como mucho desde el 31 de agosto. Y me pareció una eternidad. Qué lejos queda el verano. Nunca he dicho estas palabras en Londres. Quizá porque no suele haber muchos veranos, y si los hay, no son del todo memorables. Siempre te dejan como con ganas de un poco más. Los bocados en Inglaterra suelen ser pequeños en general.

Me fui andando a casa percatándome del frío que hacía. Frío leve, recién nacido, no del todo invernal, ni otoñal. Frío del que sale por el mundo nada más se pone el sol. Frió que debe su existencia a la falta de luz y no a la estación del año. Pero frío al fin.

Le di la bienvenida al frío pues hacía mucho tiempo que en Madrid no le sentía ni respiraba. Aire frío. Le echaba ya de menos. Estaba un poco harto de encontrármelo sólo en Londres donde se refugia durante el verano español.

Ya en casa me puse a escribir y me llamó Sumi. Salí para dar con ella en el Mac Donalds de Gran Vía. Nos fuimos al
XXX de la calle Clavel y tomamos café con leche. Enseguida llamé a mi compañero/colega/ amigo Jordi del master y se vino a tomar algo con nosotros.

Mientras tomábamos café, en la esquina de Clavel y Reina, una pareja nos otorgó un show de naturaleza sexual que duró una media hora. Jordi comentó que ya sabía porqué el café se llamaba XXX. Nos reímos todos. Calladito el Jordi pero cuando las suelta...¡cuidado!

Hablamos de muchas cosas. Viajes, planes, historias personales, sueños, remordimientos y técnicas sexuales (viendo el panorama no me extraña).

Al cabo de un rato nos fuimos cada uno para su casa. Mañana vuelvo al Reina Sofía.

¿Hará frío mañana?

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