martes, 1 de noviembre de 2011

Sevilla, siempre Sevilla...

AOG, Sevilla


Hace unos siete años estuve en Sevilla por última vez. Y la vez anterior a esa fue en el año 1990. Es decir, hace 21 años. Cuando estuve en 2004, lo hice en la víspera de irme de Europa a vivir a EEUU y dejar atrás este viejo continente de una buena vez. 

Al final no lo conseguí,  pero el destino, por primera vez a mi favor, intervino y me llevó a Sevilla. 

Estaba yo un mes antes en EEUU, arreglando todo para irme a vivir ahí, cuando mi mejor amigo me escribió, invitándome a ir con él. Hacía en ese momento 14 años que no pisaba tierra andaluza,  y pensé, 'bueno, me voy; no tendré oportunidad de ir otra vez porque, si vuelvo a Europa, no será para ir a Sevilla'. 

Es obvio que me equivoqué. Fui a Sevilla con mi amigo y, por casualidad, la persona que hoy comparte mi vida, también fue a Sevilla. 

Él lo tenía planeado desde antes de conocerme, y yo también a él, y fue algo de sincronicidad lo que nos hizo a los dos ir al mismo sitio. Desde entonces yo no he podido volver a Sevilla, pero  él sí. Por lo menos hasta este año.

Una vez más acudí, esta vez con muchas ganas de volver a ver la ciudad, y desprovisto de aquel sentimiento de despido que me acompañó en 2004. 

Puedo reportar que la ciudad ha cambiado. Pareciera que en 2004 ni me enteré de que estaba ahí, no me fijé apenas en nada que no fuera él. No me fijé en las calles apenas, ni en la gente, ni en...bueno, en nada. 

Esta vez, sin embargo, me fijé en más cosas. Me fijé de que en la calle las tiendas son más hermosas, con mejores escaparates, con más color, más lujo. Es obvio que hay más dinero en la ciudad. 

Se lo comenté a mi pareja, y me dijo que hace unos años, toda España era como yo me acordaba, y que esto de las tiendas caras por todas partes, es algo nuevo, propio de una economía, hasta hace poco, boyante.Y se nota por todas partes. 

Empezando por el Metropol Parasol, una estructura en la mitad de la plaza de la Encarnación que parece sacada de un libro de Ciencia Ficción.
 
Ahí está, desafiando la ciudad, como diciéndole, 'yo soy lo nuevo, no tú'. Y la gente ya ha empezado a hacer de ella parte de la ciudad, con lo que no dudo en que dentro de poco, pasará a ser tan parte de la misma como lo es su hermosa catedral. 

He de confesar que esta visita me abrió un poco los ojos a mí mismo. Atrás ha quedado la aprensión que durante años tuve con Sevilla. Es como si no hubiera pasado nada. Y mejor así. Esto me ha permitido disfrutar de su eterna belleza. 

Estuve cuatro días paseando entre naranjales que van perdiendo sus ojas en pos del otoño, entre edificios de escala muy humana, cuyo tamaño hace tiempo que había olvidado, lo cual hace de la ciudad un sitio muy agradable, y muy dado a la buena vida. 

Quizá la mayor sorpresa es la Alameda de Hércules, un espacio mágico que siempre me gustó, pero que ahora, al menos para mi intelecto, entrelazo con los paseos de mi infancia en las Américas. Tiene algo de nuevo, algo de viejo, y algo de eterno. Recuerdo el mercadillo que solía haber ahí los domingos. 

Es ahí, en ese mercadillo, donde compré mis primeras cintas piratas: una de Tracy Chapman (a la que le faltaba una canción pero no lo supe hasta años más tarde) y una de Mecano. Y es ahí donde aprendí que ese tipo de cosas existía.  Quisé volver pero me dijeron que lo habían cambiado de sitio, que ahora estaba en un lugar llamado el Charco de la Pava. 

Me dirigía hacia él sin saber muy bien donde estaba al día siguiente, y en el camino pregunté si estaba lejos. 

Un vecino me dijo que ya no estaba ahí tampoco, que lo habían cambiado de lugar. Que ahora estaba por donde se hacían las pruebas de velocidad. Desistí. No sabía donde estaría ese sitio. Pero el de mi memoria sigue ahí, en esa Alameda.

Igualmente, también disfruté de la comida de la ciudad, aunque no todos los días. 

Sucedió que quedamos con unos amigos de Cataluña que estaban visitando la ciudad y quedamos a cenar, precisamente en la Alameda. La cena no estuvo mal, aunque estuvo un poco salada la comida y un poco desfasado el servicio. Pero lo extraño de todo esto fue que nuestros amigos quisieran cenar pizza en Sevilla. ¡Pizza!

Es como ir a Roma e irse al Burger King ¿no?

En fin. En estos cuatro días decidí visitar los dos sitios en los que viví en Sevilla hace 21 años durante poco más de un año antes de partir hacia Londres. 

El primero ha mejorado un poco su aspecto. Me senté en el mismo banco donde lo había hecho 20 años antes en compañía de mi hermana y los amigos que nos hicimos en el barrio en aquella época.

En ese momento sólo estaba yo para acordarme de todos nosotros y de aquellos días ahora tan lejanos. Una vez más   el tiempo ha surtido su efecto y las heridas han ido desapareciendo. 

En aquel momento hace unas horas solo quise ver a aquellos chicos riéndose con nosotros, y nosotros con ellos. Pero no. Eso obviamente queda para la memoria y morirá con cada uno de nosotros. 

Tampoco es para tanto. Son solo pensamientos.

Al rato di un paseo por el barrio y este también ha cambiado para mejor. Hay edificios nuevos de diseño modernillo, hay más árboles, y se ven coches más caros en las calles. Aunque, a pesar de todo, también siguen ahí los viejos sitios, aunque con la fachada pintada y la cara más limpia. 

Me gustó que así fuese. Que haya habido un progreso para todos.

Y decidí irme al segundo. El de las peores memorias. Quizá el destino quiso que no lo reconociera porque me detuve frente al edificio en el que viví y no lo reconocí en absoluto. Ojo, también cabe la posibilidad de que me equivocase de calle, pero no lo creo. Cuando vi el portal me pareció recordar el número y todo:  79. 

Pero esto puede ser solo una memoria falsa. Y sin embargo, no reconocí la fachada, ni los balcones del mismo. 

Es extraño porque, según lo miraba, recordaba nuestra vida ahí adentro y no coincidía. No coincidía nada en absoluto. 

Con lo que lo dejé por perdido y me fui andando hasta la Avenida de la República Argentina. Tenía que irme al hotel en breve, pero quería volver a esa calle, tan importante para mí. Era de mis favoritas en aquella época, sobre todo porque en ella estaba mi tienda favorita de la ciudad: el Vips. 

¿Y por qué? Porque en verano salvé la vida pasando horas y horas en su recinto pleno de aire frío y acondicionado, algo que en mi casa no existía, ni en la de nadie en esa ciudad. Sigo asombrado de cómo a los sevillanos el calor les afecta poco y, además les gusta. 

Pues llegué a la calle en cuestión y no divisé el Vips. No estaba. No lo veía. 

El susto fue grande. Ya en Barcelona hace un par de años que el Vips cerró, y temí porque hubiese pasado lo mismo ahí. 

Pero al cabo de caminar un par de minutos, lo divisé. No sé seguro si está en el mismo sitio que lo dejé hace 21 años, pero al menos está. 

Me fui caminando hacia él y, antes de entrar, me percaté de que justo enfrente de la entrada, apoyado contra una columna, había un chico vestido de corredor sentado en el suelo. 

Pasé por delante de él (no había otra opción) y me fijé en que delante suyo había una visera en la que descansaban algunas monedas. No entendí exáctamente lo que pasaba. 

Ese chico de lejos no parecía un mendigo. Y de cerca menos aún. Parecía un chico (tendría  entre 27 y 32 años) que se había sentado contra la columna para descansar. Era atlético, estaba bien peinado, en fin, parecía una persona igual que yo, no un mendigo. Pero mendigaba. 

Obviamente la otra Sevilla aún sigue viva. Me percaté que de vez en cuando me divisaba desde afuera, y que, al salir la gente, él les miraba esperando que cayera alguna moneda. 

Estas situaciones siempre me ponen nervioso la verdad. Es cómo cuando te piden al lado del cajero. Es obvio que el hambre te hace ser arriesgado. 

Y si no es el hambre, será otra cosa, una que, de momento, no padezco, y que quizá no entienda del todo. Pero ahí está, desvergonzádamente pidiéndote ayuda. El si la necesitan o no, lo dejo para los demás, que cada quien decida por sí mismo. 

En esta ocasión, al salir, no le di nada a este chico. No recuerdo el proceso mental, pero sé que, por lo general, me muestro más a gusto ayudando a gente más mayor y muchísimo menos atlética que él. Quizá sea un error, quizá él lo necesite más; uno nunca sabe.

De vuelta a la ciudad, un par de días más tarde escuché a dos chicas semi burlarse de una tercera. 

Lo que escuché fue lo siguiente: "sí, una ayuda pero es que hace tres días también le habían robado el bolso". De ellas no escuché más. 

Alcé la vista y, a unos metros enfrente nuestro, vi una chica, que empujaba una bici, algo atlética pero de apariencia un poco desaliñada, pidiendo dinero porque le acababan de robar el bolso. Por su aspecto, no era fácil deducir que lo del bolso era una ficción. 

Pero por desgracia, ese dinero que en tantas ciudades de España ha venido cayendo, a muchos no les ha pasado por su casa, y se ven en la necesidad de hacer lo que hacen.

El día anterior, decidí pasear por la parte vieja buscando alguna tienda de libros antiguos, y la encontré en la Plaza de los Terceros.  

Seguí caminando por una zona que desconocía totalmente (poco más de un año no da para tanto después de todo), y al decidir volver, tuve un momento de esos en los que te sientes idiota y que a mí me pasan a menudo en España. 

Estaba esperando para cruzar la calle frente al paso zebra y de detrás mío vino un chico dando voces "¡pase, tiene usted la prioridad!" 'Gracias', le dije, y pasé. 

Y estuve un buen rato pensando en esa continua situación en la que no me sé desenvolver muchas veces en España. 

Es, claro está, culpa del no haber crecido en España y de no estar siempre 100% seguro de no estar dando un paso en falso.

Sí, disfruté mucho de Sevilla esta vez. 

De sus hermosas fachadas,  y de la gente tan bien vestida. 

De su habla y los célebres giros tan ingeniosos de los andaluces con la lengua castellana. De su aire, y de su gente, con la que tuve la suerte de hablar, aunque fuese poco. 

Siempre, siempre, siempre he agradecido la hermosa generosidad de los andaluces. ¿Son todos generosos? No, todos no. Pero es cierto que, por alguna razón, los andaluces poseen una generosidad muy humana y muy cercana. 

Fuimos a una tienda donde vendían carteles antiguos buscando un tubo para llevar un par de carteles pequeños. El señor nos lo vendió por dos euros. 

Era tan bonito lo que había en la tienda que nos quedamos un rato a ver lo que tenía. Al final compramos un cartel de la feria de Sevilla de 1937 que tenía su historia. 

Se diseñó para ese año, pero ese año no hubo feria por la Guerra Civil. No fue hasta 1940 que la feria volvió a Sevilla, y utilizaron el cartel sin usar de tres años antes. Y también compramos un anuncio antiguo pintado sobre una placa de meta. Al final, salimos de la tienda con unas buenas compras. 

Y sin embargo, el dueño, al ver que sus ventas habían ido más allá del tubito, nos devolvió los dos euros y nos regaló el tubo. No es el dinero, es el gesto. Es la generosidad. Y eso lo agradezco, y lo admiro. 

Y sé bien que, aunque eso mismo puede pasar en otras partes, también sé que es difícil que ocurra fuera de Andalucía. No imposible, pero no es lo usual. Al menos en Madrid no me ha ocurrido, y en Cataluña tampoco.

Eso no dice que nadie sea mejor o peor que nadie,  cada quien tiene su encanto, es solo que, ese aspecto de los andaluces siempre lo admiraré  y me parecera loable. 

Por eso y por más cosas me quedé con ganas de más, y con gana de volver. Sobre todo de volver a aquella calle y a aquel edificio que pensé que es donde viví, pero que quizá no lo sea. Me quedé con ganas de pasear por el Parque de María Luisa, por ver Triana de nuevo, por entrar en la catedral, y visitar la judería. 

Por entrar en la tabacalera. ¿Para qué? Mis antiguos compañeros hace años que acabaron la carrera de Derecho. No lo sé. 

Uno siempre quiere volver a los sitios donde se hizo historia, aunque la historia en cuestión solo sea personal.

jueves, 14 de julio de 2011

Idiomas de temporada

AOG, Madrid

El año se calienta y yo, por razones mil, cada día escribo menos. Al menos en castellano. 

Esto de tener dos blogs en dos idiomas distintos tiene su sortilegio y va por temporadas. 

Por dar parte de algo, digo que las clases de francés han terminado, y las doy por terminadas de momento.

La verdad es que desde que empecé mi nueva andadura profesional, el francés ha sufrido las consecuencias. No hubo semana, apenas quizá una, en la que pudiese acudir a ambas clases. 

Esto lo vi venir allá por abril, y así lo informé a dos compañeros que, por supuesto, me dijeron que hiciera lo posible por ir. Pero hice algo más, hice lo imposible por acudir martes y jueves, pero fue un desastre al final. No he aprovechado las clases.


Las de chino tampoco. Pero esas son gratuitas, con lo que la falta de asistencia me duele mucho, aunque la laguna idiomática me molesta más. Al fin y al cabo, francés más o menos sé. Llevo años con la lengua de Molière a cuestas. 

El chino, sin embargo, es harina de otro costal. Empecé muy ilusionado en enero, pero a estas alturas, julio, poco he aprendido, poco. Y me molesta mucho porque empecé muy bien.

Creo que hay idiomas que nos sientan bien y otros que nos quedan como una patada en el hígado. El francés siempre me ha gustado, y creo que, de alguna manera, me sienta bien. 

Pero es un poco como los trajes. Hay quienes van de traje de lunes a viernes, y hay quien, como yo, los utiliza de vez en cuando. 

No voy de traje todos los días, y el francés tampoco lo utilizo a diario. Pero cuando lo hago…ah ¡como me gusta ir de traje entonces!

Y el chino. Bueno, la verdad es que desconozco si me sienta o no. 

Sé que el italiano no me sienta bien, ni el portugués. Hace poco estuve en Bolonia y tenía que hablar por cuestiones de trabajo con una chica polaca que solo hablaba polaco e italiano. Y nada de inglés (gracias telón de acero). 

La comunicación fue extraña. Resulta que hablo más italiano del que yo pensaba (creo que tanto leer Vogue Italia de pequeño y tanto escuchar música italiana sirvió de algo). 

Pero también resulta que no me pega hablar ese idioma. Sueno extraño al escucharme. Como si tuviese un zapato  con la suela gastada en la boca.

Y portugués…un idioma que me gusta mucho, pero que en mis labios y cuerdas vocales suena falso. Y no es de extrañar. No hablo el idioma apenas ¿cómo iba a sonar sino?

Me sientan bien el inglés, y el alemán. Como cuando te pones un viejo par de pantalones que te sientan de maravilla. 

El castellano…bueno, diría que ese idioma me lo calzo a diario desde que vivo en España, pero que lo que servidor de verdad habla con naturalidad, es español, y de México. 

Este castellano de España lo manejo, lo repito, lo reproduzco más o menos, pero siempre falla algo. 

Alguna palabra rara, alguna expresión mal traducida, alguna entonación distinta a la común. 

Alguna idea que en España no se entiende del todo (sí, Hegel lo dijo, el idioma es cultura, y en mi haber hay algunas conviviendo).

Hace un par de años fui a ver un concierto en el Joy Eslava. Estaba apoyado sobre la barra del bar. 

Una chica me pidió si me podía mover para pedir algo al camarero.

Respondí: “Sí”.

Una palabra solamente.

“¿Eres de México?”, me preguntó.

Anonadado es poco.

No soy de México, pero tengo mucho México por dentro.

Cuando se lo conté a mi pareja se echó a reír. Esto es algo que ya me han dicho varias veces.

El otro día en el trabajo también tuve una situación parecida con un compañero.

Hablábamos de cuando yo estuve de becario en la radio.

“¿En qué sección?”

“En noticieros”

“¡Ja, ja, ja! ¿Notisieros? Ja jaja”

Mi cabeza no entendía el chiste.

“¿Qué he dicho mal?”

“Quieres decir, ¿informativos?”

Sí, eso quise decir. Pero no lo dije. Todo esto de buen rollo, claro.


domingo, 6 de febrero de 2011

Inconformista

AOG, Madrid

Hay días en los que pienso en lo efímero que es todo. 

En nuestra vida, tan complicada de principio a fin, y, a la vez, tan simple. No hay más que vivirla, tal y como nos va saliendo la cosa. Pero siempre he dudado, ¿no seremos nosotros los que la complicamos? ¿Y como?

Pues, quizá, con ese eterno inconformismo propio de nuestra especia. Esa necesidad primordial de querer algo que no tenemos o de recuperar algo que tuvimos pero se perdió.

Y, claro, nuestro mayor pecado, el no apreciar lo que tenemos, por nimio que sea.
Hoy he visto un buen ejemplo de nosotros mismos. Fue en el metro. 

Estaba leyendo a Borges cuando, de repente, alcé la vista y lo vi: el señor mayor de pelo negro.
Era una criatura curiosa. Seguro de sí mismo, erguido y cogido a la barra del metro para no caerse con el vaivén. Miraba a todo el mundo como expectante. Desafiante. 

Sus ojos se movían con energía, de arriba hacia abajo, buscando algo. Los llevaba bien abiertos, y eso fue quizá lo que me hizo que me fijara en él. Su manera tan peculiar de mirar a la gente.

Lo primero que noté de él, ya una vez interesado, fue el pelo. Negro. Negro azabache. Negro teñido de negro azulado. Negro de señor joven. Negro carbón que auyenta las canas. Negro ficticio por ende.

Luego vi su atuendo. 

Llevaba unos pantalones de corte algo setentero (lo digo porque casi parecía una copia fidedigna de los 'pata de elefante' de la época), unos zapatos de color caramelo, un jersey de cuello vuelto azul bávaro, un gran reloj tipo tocho, un anillo de dos vueltas de metal bastante grande y, lo mejor, una cazadora de cuero, más vintage imposible, sin mácula, desabrochada, a juego de los zapatos. 

Sí, el señor mayor parecía un extra de Starsky & Hutch

Miré su cara desarrugada que no igual de vintage que el blazer. 

No sé si se ha hecho la dermoabrasión, o si simplemente son buenos genes, pero el señor en cuestión parecía empeñado en aparentar, y creo que no exagero, unos 35 años menos. Algo dificil ya en el mejor de los casos. 

Me fijé en sus gafas: ligeras, sin marco, y de brazos como alambres. 

Sí, su aspecto general era el de la tercera edad disfrazada de juventud. 

Pero el señor tuvo, al menos momentáneamente, un aspecto fuerte, viril, no juvenil pero casi. Había un atisbo de vigor en su presencia. Y eso, más que nada, era la muleta que le sujetaba la apariencia. 

Hasta que el vagón se sacudió. Su verdadero estado físico fue delatado entonces con el jalón del metro. 
De repente, ese señor de cabello negro, lacio y bien poblado, se movió de la misma manera que una persona mayor hace cuando el cuerpo no responde como le gustaría a la mente. Se movió tosca y frágilmente. Como herido. Con la lentitud propia de una persona ya en la vejez. 
Y se descompuso unos segundos. Pocos, pero los suficientes como para notar que algo no estaba bien. 
Una pequeña mueca asustada de dolor atravesó su cara, y los años maquillados cayeron con aplomo al suelo, desvelando la verdadera andadura del cuerpo. 

Mostrando su vejez de manera vergonzosa a todos los pasajeros quienes, verdaderamente, no le estaban mirando a él precisamente. 
Al poco rato, el metro siguió su camino. 

El señor una vez más dejó de lado su vejez aparente y continuó mirando a la gente, de manera algo desafiante, envuelto es esa juventud prestada e impuesta de mano de artilugios, telas y químicos.
Como esperando que alguien le dijese acerca de su apariencia. Como un actor espera la siguiente línea del guión aprendido. 

Y yo me pregunto, ¿seré yo igual cuando llegue a esa edad? 

¿Seré de esos hombres que se maquillan los años para que, como bien dijo Mafalda en su día, los 'ya' parezcan 'todavías'? 

¿Seré un inconformista como él?

domingo, 23 de enero de 2011

La ira del volante

 AOG, Madrid

Este mediodía decidí dar un paseo hasta Atocha desde la plaza de Colón. Hacía sol, aunque también mucho frío, pero pensé que el caminar me haría bien. No estaba solo en la calle, con lo cual es obvio que a más gente se le ocurrió.

No quise ir sólo por Recoletos, y al llegar a Cibeles, doblé a la izquierda, crucé la calle, y me fui andando por Alfonso XI hasta la calle Juan de Mena, donde decidí ir calle arriba hasta el Parque del Retiro.


 Ahí empezó todo. Este 'todo', duró unos segundos, pero, como suele ocurrir en estas ocasiones, los segundos se hicieron eternos.

Mientras subía por Juan de Mena, empecé a escuchar voces y vi a algunos viandantes que se paraban a ver algo. 

No distinguía bien lo que era, pero al irme acercando, más subía el volumen de las voces, y, desgraciadamente, fui testigo de una agresión, o mejor dicho, de un asalto.

Vi como un señor de unos 30 años zarandeaba, y trataba por todos los medios dar una paliza, no un golpe, una paliza, a un señor más mayor que él, de entre 56 y 62 años, en mitad de la calle.

Por si fuera poco, tres, quizá cuatro, mujeres se interponían entre ambos. 

El señor mayor, quiza por sabio, quizá por cansancio, o quizá por no querer liarla aún más, era totalmente pasivo, mientras que el otro, el grandullón (aunque ambos eran más o menos de igual porte) quitaba a las mujeres de enmendio con las manos, como el rabo de un toro hace con las moscas, y estas, nada más recobrado el equlibrio, volvían a entreponerse. 

Al principio no era claro lo que ocurría. 

¿Cómo era posible que un señor agrediese a otro durante un buen tiempo, en mitad de la calle, mientras que el otro no hacía nada por agredir a su agresor y no hacía más que ir marcha atrás? 

No ya el abuso verbal, que era fuerte, sino el físico, era apabullante.

Las mujeres en muy poco tiempo se volvieron histéricas ya que el chico estaba iracundo, y ellas no podían hacer nada. La ira consumía al agresor.

Tanto grito daba, que lo que había pasado, parece ser, era que el señor mayor, al cruzar Alfonso XII, había osado, en pleno paso zebra, a darle una patada a la rueda del Citroen Xsara del mameluco. No sé si con razón o sin ella. Obviamente el conductor actuaba como si la razón estuviese de su lado. 

Un señor mayor le había dado una patada a la rueda de su coche, y esto le permitía darle una paliza, o las que él quisiera, en la mitad de la calle, delante de su novia (una de las señoras de abrigo de piel), de las acompañantes del señor mayor, y de todo Madrid ahí presente.

Independientemente de que el chico tuviera la razón, o no, a una persona no se le puede agredir en la mitad de la calle por semejante minucia.

Cuando una de las mujeres se puso a gritar que ya habían llamado a la policía, el chico, y su novia/esposa/ hermana/ amiga volvió a su coche, muy a regañadientes, y se fue, dejando atrás una escena sacada de una película de guerra. 

El señor mayor en el suelo, mujeres a su alrededor que no daban crédito. Inopia. 

Se empezó a acercar más gente como para dar apoyo a esas pobres tres mujeres que, una vez más, dieron una lección de humanidad, sobre todo porque una de ellas era la acompañante del agresor y era, probablemente, la más angustiada, porque luego ella se tuvo que ir con él y aguantar la subsiguiente descarga, además de la realidad de tener a ese hombre en su vida.

No quiero ni pensar en si su actuación tendrá consecuencias. De verdad espero que no.

Yo en ese momento de revoloteo público me acerqué a la esquina para apuntar la matrícula y el modelo del coche. 

Me vio, pero creo que o no sabía lo que estaba haciendo, o le dio igual y huyó. Porque no hay otra palabra que describa aquello. 

Después de zarandear y agredir a un señor y tres mujeres, y salir pitando cuando escucha la palabra "policía", a eso únicamente se le puede llamar huída. 

Cuando me quise acercar al señor mayor para decirle que contara conmigo como testigo, había desaparecido. No sé como se fue tan rápido, si cogió un taxi, o qué. 

El caso es que no había nadie, más que yo con una matricula apuntada en el móvil. 
Para tratar de calmarme un poco, a nadie le produce gusto ver semejante abuso, seguí caminado hasta la Cuesta de Moyano, donde los libreros estaban cerrando los puestos.

Bajé hasta el Paseo del Prado en unos 40 minutos, aprovechando los puestos que estaban abiertos para ver los libros y calmarme un poco, y, tras mucho meditar, decidí acudir a la policía. 
La policía me sorprendió con su falta de interés por lo sucedido.

Como no me había pasado nada a mí, yo no podía denunciar nada.

Y, francamente, me molestó que tuviese casi que pedirles por favor que tomaran mis datos por si el señor mayor llegaba a denunciar lo ocurrido. 

Me entristeció que en España este tipo de cosas ocurran y no pase nada. 

Me molesta que un señor crea que puede tomarse la ley en sus manos y agredir a otro porque le da una patada a la rueda de su coche, y que todo quede impune. 

También me molesta vivir en una sociedad donde la gente cree que puede, o debe, dar patadas a los coches, y las razones, muchas veces muy válidas, detrás de las patadas. No deberíamos ser tan violentos. O mejor dicho, no deberíamos ser violentos.

Me molesta que la policía no vea delito alguno, o falta, y que muestre cero interés. Me pregunto como puede ser que un ciudadano vea una agresión, y no la pueda denunciar por no ser él el agredido. 

¿Si uno ve a una mujer agredida por su marido, no debe hacer nada?

¿Solo protegemos a las víctimas de la violencia de género? 

¿Y a las víctimas de la violencia? 

Hoy fui testigo de un asalto, de una agresión, de violencia callejera, de la ira del volante. 

De la chulería de un conductor hacia un viandante, que iba con una mujer a su lado, y quizá sintió la necesidad de demostrar su hombría agrediendo a un señor más mayor que él, y a tres mujeres. O quizá no. 

Quizá es una persona que tiene problemas con su temperamento. Quizá ni eso. 

Simplemente puede ser que en ese momento se le cruzaron los cables, o que tenía un mal día, o que venía discutiendo con la mujer que le acompañaba, o, bueno, miles de razones. 

Pero ninguna excusa su comportamiento. Me gustaría publicar la matrícula de su coche, pero no puedo ser tan incívico. 

Sobre todo porque sé que ahí afuera hay personas todavía peor que este señor, que se sienten muy justicieras, y gustan también de tomar la ley en sus manos. 

Y como decía mi profesora de Civismo, el barro no se puede cubrir con lodo. 

Tengo que conformarme (que ya es bastante consuelo en sí) con que la policía tiene mis datos, y con que si el señor que fue agredido denuncia lo ocurrido, y la policía ata cabos, si es necesario, me tiene como testigo. Y en los tiempos que corren, creo que eso ya es mucho.

miércoles, 19 de enero de 2011

Burocracia VS. la humanidad

AOG, Madrid

Qué cosas tenemos los humanos. Cuanto más nos empeñamos en deshumanizarlo todo, más humano lo hacemos.

Esta mañana acudí al médico. Entré y tuve la oportunidad de escuchar brevemente una conversación entre las chicas de la recepción, y una señora particular de unos 60 años. mientras que esperaba al ascensor.

Hablaban de una tercera mujer, no presente en la clínica -o al menos, no en la recepción-. 

No sé bien si mayor, joven, o de la misma edad. No sé si era su hija, su amiga, su madre, su suegra, o la vecina del quinto.

El caso es que las señoritas de la recepción necesitaban que la tercera mujer, no presente, firmara algo. Algún documento. 

Y la señora les explicaba que la otra mujer, dijeran lo que dijeran ellas, no podría hacerlo.

"Es que no puede escribir, ni sabe. Ni leer."

"No sabe firmar."

"Ni aunque le cojamos de la mano lo va a hacer."

Las señoritas, gustosas del oficialismo médico propio de una administración pública como es la Sanidad en Madrid, se habían topado con una realidad, quizá lejana, pero imponente como ella sola. 

Había aquí una persona incapaz de gestionar un trámite como marcaba la sociedad. Y, era obvio, el trámite en cuestión era necesario y se ha de llevar a cabo.

Pero la señora no daba su brazo a torcer, y como última instancia, sugirió la mayor de las falsificaciones.

"Como mucho, le diré a mi marido que haga como la firma de ella. Como que firma él, pero que lo haga mal". 

Ahí el favor forzado para no volver locas a las secretarias. 

Se hará lo que se pueda, pero ni mucho menos lo que se pide. Y se hará, además, a nuestra manera. Sin ofender claro está. Y porque os hace falta, no porque creemos que sea verdaderamente necesario.

No era capricho. Era simplemente la realidad de la gente en ese momento en el que la humanidad no puede con lo exigido, y se repliega a lo más básico, lo más universal en todos nosotros. 

Interpreté su solución como un, 'lo hago, por vosotras, pero es obvio que además de imposible, se hará de esta otra manera, o no se hará del todo'.

No solamente no iba a firmar la tercera señora, sino que el marido de la mujer que estaba en la clínica estaría dispuesto a cometer un pequeño delito a favor de la persona ausente. 

Dijeran lo que dijeran, las cosas no iban a poder ser como ellas querían.

El triunfo, claro está, fue pírrico.

No trascenderá más allá de aquella consulta, pero me gustó presenciar, aunque fuese de manera efímera, el espíritu humano. 

Las cosas, por mucho que la modernidad se empeñase, y por mucho que la burocracia lo dictase, se harían como mejor podía una persona, aún a pesar de todo. 

Subí a ver a mi médico con una sonrisa en la cara. Aunque pírrica, la victoria era ciertamente universal. 

Todos somos esas señoras. La que no puede porque no puede, y la que defiende el que la otra no pueda como quieren los demás.

El mundo amarillo

AOG, Madrid

Hace quizá un año, quizá un poco menos, volvía andando a casa del trabajo por la noche, ensimismado con mis pensamientos.

Tras cruzar la plaza de Colón, cuando todavía la estatua estaba en un lateral de un parque/plaza tan extraño como incoherente de cara a la Castellana en su esquina, me decidí por visitar el Vips de la calle Génova. 

No era la primera vez, ni tampoco la última. Era, simplemente, una vez más. 

Entré sobre la medianoche, aunque bien podrían ser las 23:20, y me fui derechito a los libros, como suelo hacer siempre. 

Como he hecho esta noche al salir de clase de francés.

Entre los muchos títulos que siempre hojeo y nunca compro, me saltó a la vista por enésima vez el libro 'El mundo amarillo', de Albert Espinosa. 

No era un libro muy grande, ni con muchas hojas. El autor no me sonaba de nada, y mucho menos el libro. 

Sin embargo, algo hizo que lo abriese, y leyera de manera trasversal algunas líneas -no puedo decir que una página entera-. 

Y fue al cabo de un rato (aunque un rato define un buen espacio de tiempo, y esto fue un ratito, pero tampoco, ya que fue aún menos que eso, pero más que un segundo) que vi una idea de las que él propone que me hizo interesarme por la lectura un poco más. 

Era el tercer punto de su filosofía:

"Espera treinta minutos. Es cuando aparecen las energías que te permitirán solucionar el problema."

El libro en sí trata sobre el cáncer. Y el autor habla de lo que ha aprendido del mismo. 

Esta idea de los 30 minutos se me quedó por dentro desde aquel día y la he utilizado en más de una ocasión desde entonces.

No quise comprar el libro, y lo dejé en la repisa. 

Los siguientes meses visité varias veces ese Vips, y ese libro, siempre leyendo la misma idea. Pero no lo compraba. 

¿La excusa? 

Bueno, que tengo ya muchísimos libros en casa que aún están por ser terminados, y añadir uno más, así, sin razón específica, pues no tiene caso.

Y un día, un buen día, un día en Navidades 2010, el libro desapareció de la repisa. Del Vips, y de mi vida inmediata.

Con las ventas de la temporada, y la necesidad de hacer sitio a los bestseller de toda la vida de siempre, supongo que este librito sobraba. 

Habrán vendido la última copia y Santas Pascuas.

Pero su memoria quedó conmigo. Basta que el libro desaparezca para que justamente quiera comprarlo. Y no estaba por ninguna parte. 

El problema se complica cuando confieso que no me acordaba del título, únicamente de la forma y color del mismo: amarillo y pequeño, casi de bolsillo. 

Hoy, como dije, acudí a clase de francés, y al salir, me acerqué al Vips de Gran Vía, por si acaso. No vi el libro. 

Vi otro libro, titulado algo así como "Como hacerlo todo; 2" o algo por el estilo (es obvio que los títulos no son lo mío). 

Lo abrí y leí algo muy curioso. "Como escoger el nombre de tu hijo a lo egipcio". 

El consejo/instrucción en cuestión te pide que escribas unos cinco nombres en un pedazo de papel. Y que enciendas una vela a cada nombre. 

La primera vela en extinguirse señala el nombre que se ha escogido. Me pareció algo muy curioso y digno de no olvidar. 

También vi un libro en inglés de Banana Yoshimoto, pero no lo compré. 

Me pareció caro y, bueno, ya tengo muchos libros en casa blah blah blah...

Me acerqué a ver si veía el libro Amarillo, pero no estaba. Lo positivo era que, al menos, me acordaba de parte del título. No sé como pero me vino a la cabeza lo del amarillo.

Una hora más tarde -y con un poco de pánico ante la posibilidad de haber perdido el libro para siempre-, en casa, me pasé unos 30 minutos haciendo cábalas y fórmulas hasta que di con el nombre del libro en cuestión. 

Lo hay en La Casa del Libro de Gran Vía. 
Por fin. 

PS: (Claro, ahora que lo tengo localizado, queda por ver si lo compro algún día o no...)

lunes, 17 de enero de 2011

Año Nuevo y Chino

AOG, Madrid

Han pasado varios días desde que empezó el 2011 y, he de admitir, que este año he notado la muy bien conocida y trasnochada 'cuesta de enero'.

Hablando con una amiga hace un par de días, ella me comentaba que estaba sorprendida con la lentitud del país para recomenzar. Que la resaca de la Navidad 2010 aún era notable.

Me contó que había puesto un anuncio para buscar una secretaria, pero que apenas el pasado jueves empezaron a llegar los currículums y el interés. 

El anuncio, curiosamente,  lo había publicado la primera semana de enero.

Consecuentemente, el año empieza lentamente para todos. 

Quizá ocurre que no nos queremos desperezar del todo de las fiestas y encarar la que se avecina: un año más de crisis. 

Aunque también puede ser un año más de oportunidad, de esperanza, de gratas sorpresas. En fin, un año nuevo, con todas las páginas en blanco. Como todos. Pero como dijo Mafalda, ¡habrá que ver quien tiene los codos en el tintero!

Yo he dado el año por comenzado con el interés por los idiomas. 

La semana pasada me apunté por fin a clases en L'Alliance Française. Pero las clases no empiezan hasta el día 18 de enero. Para ellos también empieza todo un poco rezagado.

Y por si fuera poco, la semana pasada acudí con un amigo a La Tabacalera, o el centro social autogestionado, como reza en su página web

Se trata de un espacio 'Okupa' que hay en Madrid, en la glorieta de Embajadores. 


Esta imagen muestra uno de sus espacios culturales. Y tiene varios.
Nunca había estado antes y, francamente, el sitio es impresionante de lo inmenso y laberíntico que es.

En él pude presenciar clases de baile tropical, de Big Band, pude ver muestras de un grafitti alternativo, aunque de estilo también conocido.  Las imágenes suelen tener un elemento de enfado, de cabreo. Se reivindica algo casi siempre.

Me sorprendió un espacio espiritual sólo para personas negras. No dudo que lo necesiten, pero me extrañó ver algo excluyente en un sitio que parece ser incluyente sobre todo.

Pero lo que para mi fue impresionante de verdad dentro de este sitio, es el hecho de que una persona, o en este caso varias, regalen su tiempo para hacer algo productivo por los demás. 

La semana pasada acudí a mi primera clase de chino, impartida por una profesora llamada Teresa, y que, además, es gratuita.

La clase, al no costar nada a los asistentes, estaba abarrotada. Según el email que me llegó esta mañana éramos unos 60 alumnos, y las profesoras han decidido dividirnos en 3 grupos, de unas 20 personas cada uno, con diferentes días de asistencia. 

Yo me he apuntado al único día que no coincidía con francés, y mi amigo ha hecho lo mismo para que vayamos juntos.

Siempre es mejor la vida compartida, ¿no?

Confieso que mi pareja -además de regalarme las clases de francés-, me regaló un método de chino que todavía no he utilizado mucho. 

Miedo, sobre todo, y también la falta de tiempo son los principales responsables de que esto haya sido así.

Pero he de decir que la clase de la semana pasada me quitó un poco de miedo a la lengua más hablada del planeta: el chino mandarín. 

Es decir, aunque el inglés sea la lengua más universal que tenemos en el planeta, bien es cierto que hay más chinoparlantes que angloparlantes. 

Sobre todo si sumamos a los chinos que también hablan inglés. 

O cuando menos, eso que está tan de moda decir que se habla hoy en día: Globish,* o el inglés globalizado que hablan las personas cuya lengua materna no es el inglés. Es decir, el inglés que se habla en Barcelona y en Manaus.