AOG, Madrid
Volver. Siempre placentero. Recuerdo que la madre de un amigo decía siempre que en ningún lugar como en casa.
Estoy de acuerdo, pero sólo a medias. Sobre todo porque suelo pensar que en muchos lugares, uno se puede montar la casa y vivir ahí como en cualquier otro lugar.
Quizá porque yo, a diferencia de otras personas, llevo la vida a cuestas, y la poso aquí y allá, y las demás personas -que las envidio-, tienen una vida ligada a su geografía personal.
Supongo que yo también, pero mis geografías siempre han sido errantes.
Aunque esto puede ser simplemente mi absurdo romanticismo que está siempre ligado a la carretera.
Es decir, a viajar. Esta imagen (de la fotógrafa Toni Frissell) de la izquierda es de la modelo británica Lisa Fonssagrives, y fue tomada en la estación de Victoria, en el año 1951., para la revista Harpers Bazaar.
En aquella época, el viajar todavía tenía algo de elegante, de romántico.
Algo que ha perdido con el tiempo y se ha convertido en el hastío que suele suponer hoy día.
Esta mañana me levanté a las 04:45 para tomar el primer avión de regreso a Madrid. Hace unos días nevaba y el país estaba medio colapsado. Hoy tuve suerte.
Llamé a un taxi que me vino a buscar a casa y me llevó a la estación de Victoria, a la que llegamos en menos de 40 minutos- todo un récord para la distancia recorrida-.
Llegué demasiado temprano pues el primer tren hacia Gatwick no salía hasta las 06:30.
La estación de Victoria estaba medio desierta, sólo algunos viajeros como yo, alguna tienda abierta que otra, incluyendo el Delice de France que vendía unos muy aromáticos croissants y el puesto de café ambulante al que no quise acercarme dado el tamaño de la cola que esperaba para comprar una taza del preciado líquido.
Finalmente me subí al tren donde tuve a dos pasajeros 'cacatua' como compañeros de viaje durante 35 minutos. Eran ingleses, lo cual comprueba que no siempre los británicos viajan en silencio -algo que yo suelo decir a su favor bastante-.
En el aeropuerto la cola para hacer la facturación era inmensa. Nunca entenderé como la UE permite a las low cost tratar a los pasajeros lo mal que lo hacen.
Luego pasé el control de pasajeros como mejor pude y estuve una hora y cuarto dando tumbos de tienda en tienda sin comprar nada más que el periódico del domingo, un par de sandwhiches para el vuelo (me niego a gastar mi dinero en el avión), y una botella de agua.
Como estúpida anécdota diré que la chica de la sala de espera nos hizo pasar a todos sin abrir la puerta de acceso a la pista. Con lo cual, el sentimiento de ensardinamiento comenzó inclusive antes de subir al avión y duró casi 15 minutos.
El vuelo, confieso, fue bastante placentero, aún a pesar de que la aerolínea ha instalado asientos cuyos respaldos no se doblan hacia atrás y tienes que viajar erguido completamente. Como siempre, todo son ventajas.
Con un poco de tortícolis en el cuerpo, llegué a España. Barajas estaba, como de costumbre, rebosando de gente esperando a sus seres queridos; muchos de ellos hispanoamericanos. El metro, como el aeropuerto, lleno de gente.
Salí de las entrañas de la Castellana y la crucé, peleándome con un gélido viento que calaba el cuerpo y resecaba mis labios. El cielo estaba grís, triste, como el de Londres.
Siempre es placentero volver a casa.
Volver. Siempre placentero. Recuerdo que la madre de un amigo decía siempre que en ningún lugar como en casa.
Estoy de acuerdo, pero sólo a medias. Sobre todo porque suelo pensar que en muchos lugares, uno se puede montar la casa y vivir ahí como en cualquier otro lugar.
Quizá porque yo, a diferencia de otras personas, llevo la vida a cuestas, y la poso aquí y allá, y las demás personas -que las envidio-, tienen una vida ligada a su geografía personal.
Supongo que yo también, pero mis geografías siempre han sido errantes.
Aunque esto puede ser simplemente mi absurdo romanticismo que está siempre ligado a la carretera.
Es decir, a viajar. Esta imagen (de la fotógrafa Toni Frissell) de la izquierda es de la modelo británica Lisa Fonssagrives, y fue tomada en la estación de Victoria, en el año 1951., para la revista Harpers Bazaar.
En aquella época, el viajar todavía tenía algo de elegante, de romántico.
Algo que ha perdido con el tiempo y se ha convertido en el hastío que suele suponer hoy día.
Esta mañana me levanté a las 04:45 para tomar el primer avión de regreso a Madrid. Hace unos días nevaba y el país estaba medio colapsado. Hoy tuve suerte.
Llamé a un taxi que me vino a buscar a casa y me llevó a la estación de Victoria, a la que llegamos en menos de 40 minutos- todo un récord para la distancia recorrida-.
Llegué demasiado temprano pues el primer tren hacia Gatwick no salía hasta las 06:30.
La estación de Victoria estaba medio desierta, sólo algunos viajeros como yo, alguna tienda abierta que otra, incluyendo el Delice de France que vendía unos muy aromáticos croissants y el puesto de café ambulante al que no quise acercarme dado el tamaño de la cola que esperaba para comprar una taza del preciado líquido.
Finalmente me subí al tren donde tuve a dos pasajeros 'cacatua' como compañeros de viaje durante 35 minutos. Eran ingleses, lo cual comprueba que no siempre los británicos viajan en silencio -algo que yo suelo decir a su favor bastante-.
En el aeropuerto la cola para hacer la facturación era inmensa. Nunca entenderé como la UE permite a las low cost tratar a los pasajeros lo mal que lo hacen.
Luego pasé el control de pasajeros como mejor pude y estuve una hora y cuarto dando tumbos de tienda en tienda sin comprar nada más que el periódico del domingo, un par de sandwhiches para el vuelo (me niego a gastar mi dinero en el avión), y una botella de agua.
Como estúpida anécdota diré que la chica de la sala de espera nos hizo pasar a todos sin abrir la puerta de acceso a la pista. Con lo cual, el sentimiento de ensardinamiento comenzó inclusive antes de subir al avión y duró casi 15 minutos.
El vuelo, confieso, fue bastante placentero, aún a pesar de que la aerolínea ha instalado asientos cuyos respaldos no se doblan hacia atrás y tienes que viajar erguido completamente. Como siempre, todo son ventajas.
Con un poco de tortícolis en el cuerpo, llegué a España. Barajas estaba, como de costumbre, rebosando de gente esperando a sus seres queridos; muchos de ellos hispanoamericanos. El metro, como el aeropuerto, lleno de gente.
Salí de las entrañas de la Castellana y la crucé, peleándome con un gélido viento que calaba el cuerpo y resecaba mis labios. El cielo estaba grís, triste, como el de Londres.
Siempre es placentero volver a casa.
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