Hace un par de días estaba caminando por la calle Callao (alias la calle Quédate...) a la caza de un par de zapatos de vestir. Al acercarme al Corte Inglés, una mendiga berreaba agachada en la mitad de la calle pidiendo ayuda, dinero, caridad, lo que fuera, a todo pulmón.
No sé si es por haber vivido aquí un año, o porque llevaba prisa, o..bueno, no sé; el caso es que la buena mujer me molestó muchísimo.
Por primera vez, su tono me pareció fictício. No me creí nada. Más allá de su estado físico de indigente.... que, por cierto, tanto me molestó que ni siquiera giré la vista para mirarla, con lo cual me estoy inventando su estado físico...
El caso es que no quise saber nada de ella. Me molestaba su voz, su tono de súplica, los berridos "A-yú-dá-mé porfaaaaa-boooor". Todo me sonaba a mentira, a engaño.
Esto no me suele suceder. Suelo sucumbir al reclamo como tonto. Pero no esta vez.
La verdad es que mi reacción me sorprende. ¿Qué ha muerto en mi que las súplicas de una persona ya no me llegan al corazón? O peor, ¿Qué ha nacido en mi que me protege de ellas?
Este fin de semana estuve en Bilbao en una súper boda. Al pasear por las calles, nos cruzamos Juan y yo con un mendigo. Recuerdo que su aspecto me sorprendió. Estaba limpio y bien peinado. Su ropa, aunque no era nueva, no era harapienta, sin embargo se notaba que el buen hombre no gozaba de riquezas. Era además un señor muy bien educado. Nos dió los buenos días al pasar. Juan y yo lo comentamos. "¿Viste que limpio estaba?" "Nos dijo buenos días". Su buena educación nos asombró más que su aspecto.
Aún así no le di limosna.
¿Qué me pasa?
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