viernes, 29 de enero de 2010

A la vez iguales

AOG, Madrid

Hay cosas que uno hace muchas veces, y nunca les da mayor importancia. Lavar un plato, abrir una puerta, cambiarse de calzado al llegar a casa. En fin. 

La rutina de nuestras vidas muchas veces nos mantiene un poco anestesiados hacia nosotros mismos. 

No pensamos mucho en nuestros actos cotidianos, más allá del esfuerzo fisico o el tiempo que nos va a robar, impidiendo que hagamos otra actividad.

Mañana salgo de viaje y un amigo me ha pedido que le lleve tabaco. 

Esta tarde, sin más, salí de la oficina y me dirigí a un kiosco para comprar el pedido. 

"Un cartón de Marlboro Lights por favor". 

La señora del kiosco, que vive detrás de un cristal de apariencia a prueba de balas, me dispensó el producto y me regaló, 36 euros después, hasta un mechero verde. Todo ello envuelto en una bolsa de plástico.

Nada más abrir la puerta y dirigirme a la calle, mi cerebro y mi mente se separaron, creo. Pensé en una milésima de segundo, bueno, es difícil explicarlo con una sola frase pues fueron varios pensamientos a la vez, y a la vez sólo uno.

Pensé de golpe que si me viese alguien con esa bolsa blanca pensarían enseguida que fumo; pensé que el fumar me hacía mayor, bueno, una persona mayor; pensé que menos mal que no era mayor y también menos mal que no fumaba. Pensé que el fumar era de mayores. Y también me sentí un poco ansioso por pensar todo esto de golpe y a una velocidad vertiginosa.

Todos estos pensamientos confluyeron a la vez, haciéndose uno, provocados por una actividad que he hecho antes, pero a la que nunca le había dado mayor importancia. 

No fumo, pero sí he comprado tabaco a mis amigos cuando viajo. Sin embargo, nunca había pasado lo de hoy.

Lo que más me sorprendió fue el ver que hay una parte de mi que todavía es infantil. Esto me hizo preguntarme a mi mismo si, como personas, somos aquellos trocitos de nosotros mismos que sobreviven a nosotros mismos. 

¿Hay una parte de nosotros que aún está viva aunque dormida que se forjó en otra época pero que nunca evolucionó?

Yo siempre había pensado que nuestra personalidad se desarrollaba con el tiempo, poco a poco. Pero pensaba que era como si fuésemos barro que todo el tiempo está siendo moldeado. 

Plastilina que nunca endurece y que con el tiempo se mezcla con otros colores. Y que con el paso del tiempo, su color original ya no puede verse. 

Sin embargo hoy, me dio la sensación de que a lo mejor eso no es así. Que a lo mejor somos como, por usar una analogía, edifícios que se construyen ladrillo a ladrillo. Que cada ladrillo es inmutable y estático, pero que permite que sobre él reposen otros ladrillos, necesarios para el crecimiento personal y físico.

Hoy me salió a relucir un ladrillo que se formó durante mi infancia, entonces. Un ladrillo-cápsula del tiempo. Cápsula de la personalidad.

Un elemento de construcción que tuvo su momento de resplandor en el sol, y que con el paso de los años, quizá inclusive de los meses de la infancia, que es cuando más rápido crecemos (aunque no dejemos de crecer nunca), se fue hundiendo más y más con el peso de los demás ladrillos que se posaban sobre él. Ladrillos con más madurez, y no ladrillos que habían cambiado una cosa por otra. Que se habían transformado en otra cosa.

¿Es eso lo que pasó? ¿Es eso lo que pasa entonces?

Salió un aspecto infantil. Una reacción olvidada, pero anteriormente vivida y experimentada.

Si esto es así, ¿será entonces que hay partes de nosotros de cuando teníamos 20 años que ahí siguen como si nada? ¿De cuando teníamos 17 y 32? ¿De cuando teníamos apenas 2 años, o inclusive 10 y medio? Partes que no mueren ni se transforman, sino que se van adormeciendo, o que dejan de latir con tanta fuerza. Que van perdiendo su brillo y vigor.

Entonces pienso que cada edad tiene sus momentos, que son los que nos forjan. Pero aquello que lo forjó no cambió ni fue transformado, sino que simplemente se quedó ahí, quieto; mudo; ¿olvidado? No sé si esa palabra siquiera lo explica.

Quizá es como el lenguaje que hablamos. Nos enseñan las palabras como algo inmutable. Y las vamos aprendiendo y con ellas aprendemos a hablar. Pero las palabras no cambian al aprender a hablar, siguen ahí, sujetando nuestro lenguaje. 

Quizá aquello de que todos tenemos un niño interior sea cierto, pero no lo es en la manera en que pensábamos que estaba. 

Quizá ese niño ahora es un cimiento sobre el que se construyó todo lo demás, pero el niño sigue intacto. No cambió. No lo cambiaron. 

Simplemente vino otro niño nuevo, que a la vez era el mismo, y ese niño nuevo vivió la vida del anterior. Aunque fuese sólo por un día, hasta que llegase otro niño. Y después otro. Y otro. Y luego un adolescente. Y otro. Y así hasta hoy. Y todos son el mismo, y todos son distintos. Quizá solamente 15 minutos distintos. O 3 días distintos. O 4 años distintos. Pero a la vez iguales. 

jueves, 28 de enero de 2010

iPad versus una piedra

AOG, Madrid

Encontré esta imagen hace un par de horas, y todavía me hace reir. 

Tanto modernismo para acabar igual que antes. 

Por supuesto, no descarto que me vaya a comprar una en un futuro. Aunque de momento ese futuro es algo lejano. 

Además, tiene que mejorar mucho el invento. Y mi sueldo también.

Parafernalia Literaria

AOG, Madrid


Hace unos días, leyendo un artículo del NYT, encontré una nueva página de Internet de estas que no sirven para nada pero que te mantienen un rato entretenido. 

Se llama Shelfari.

Es una palabra que combina dos vocablos en inglés: Shelf (balda) y Safari (viaje por las sabana del este de África con bichos, leones, mosquitos, y demás vida salvaje).

La etimología de la palabra safari me parece también bastante interesante. Hay dos posibles orígenes.

Uno del swahili, en el que la palabra "Safari" significa “viaje”.

Y el otro del árabe- safara (viajar), entonces safarīya.

La página en concreto te permite inscribir los libros que hayas leído para catalogarlos de alguna manera. 


Puedes poner cuando acabaste de leerlos, cuando los compraste, qué piensas de ellos. También puedes clasificarlos de alguna manera.

No te permite, sin embargo, cambiar la portada de tu libro, y confieso que es algo extraño subir a tu “Bookshelf” (balda  de libros) un libro con una portada que no te gusta o que no es la que tú tienes.

Tonterías, pero para mi es algo importante. 


Me ayuda a acordarme del libro en sí ya que las portadas de los libros conviven contigo mientras que lees la historia y forman parte de tu paisaje visual y, seguro, del de tu memoria.

También puedes unirte a grupos que discuten los autores, la trama, las ideas, y demás parafernalia literaria.

La idea de catalogar los libros es, depende de lo maniático que seas, interesante. Yo en tres días ya he añadido 92 libros a mi “Bookshelf”.


Es como un pequeño trofeo. Un homenaje a tu intelecto.

También es un monumento a tus gustos literarios. Y a tu vida.

Cuando completas la ficha de tu libro, puedes hacer más cosas con él.


Shelfari te permite:

  • Aprender más sobre el libro
  • Recomendarlo
  • Discutirlo
  • Leer reseñas
  • Añadirlo a la balda del grupo
Como toda red social, Shelfari quiere que te impliques, que no seas un hermitaño, y que participes con todos.

Cuanto más tráfico, más dinero.

Lo que más me sorprendió del invento ocurrió cuando, al haber subido varios títulos, pasé sin querer el cursor sobre una de las portadas.

En ese momento, y sin más explicación, salió de repente una pequeña burbuja con algo de texto. La información que leí me dejó helado.





Resulta que han pasado 26 años desde que leí “Rebelión en la granja”, de George Orwell.

No es que no lo supiera, ¡es que no lo sabía!


La burbuja no mentía, pero nadie le había pedido esa información.


El haber visto esa fecha me transportó instantáneamente al pasado. 

De repente me acordaba de mi vida en aquel entonces. 

Lo hice con otro libro. Y otro. Habían pasado 12 años, 18, siete. En fin. Tuve que dejar de hacerlo porque me vi invadido sin querer por una nostalgia boba. 

Agridulce.

Uno lee, y los años pasan, pero el libro sigue vivo por dentro, y no cuentas los años que han pasado. 


Quizá porque la relación con él sigue siempre viva.

Cuando uno piensa en sus padres, si están vivos, uno no piensa desde cuando son sus padres. 


Uno normalmente empieza a contabilizar a partir de que pasa algo traumático, placentero o importante en nuestra vida.

10 años desde que falleció fulanito.  3 meses desde que conocí a menganita.  4 años con este coche. Una semana con este dolor.

¿Pero los libros? Con los libros no hacemos eso porque tienen ese don que es el hacerse, no me pregunten cómo, parte de uno mismo. Y uno no cuenta desde cuando es uno mismo. ¿La edad? Bueno, eso es otra cosa. 


Eso es una cuenta que, por desgracia, aunque incrementa, verdaderamente va hacia atrás, y, como todo número negativo, no sabemos dónde acaba.

Pero también es cierto que lo que más me asustó de la cifra, era lo mayor que me hacía.

Cuando leí ese libro yo era poco más que un niño. Un adolescente.

Y curiosamente, tampoco sabía (aunque sí sabía) cuanto hace de aquellos tiempos.

martes, 26 de enero de 2010

Al toro

AOG, Madrid


Podría decir que caminar por las calles españolas puede ser perjudicial para la salud. ¿La razón? La gente en este país suele caminar por la calle como si la calle estuviese vacía. No me atrevo a declarar que la gente piensa que la calle es suya, y por eso camina así. 

Pero es cierto que al igual que un capote rojo (que luego son fucsia) atrae al toro
(dicen que por el movimiento y no por el color), al menos en mi experiencia, el que yo vaya por la calle asegura que cualquier otro peatón se dirija hacia mí y se estrelle de la manera más tonta. 



A diario me doy codazos, hombrazos,  caderazos y demás choques corporeos con mis conciudadanos. 


Mientras que en otros países se respesta el espacio personal y la gente trata por todos los medios de no darse con nadie, aquí diría que ocurre lo contrario. 

La gente parece que sale a pasear dispuesta a estrellarse con cualquiera. 


Y ni hablar del "perdone usted" o el "disculpa". 

Brillan por su ausencia. 

Lo que sí no brilla es la cara de ultrajado que algunos de ellos ponen cuando se estrellan contigo. 

Y digo que se estrellan ellos porque yo, al menos eso creo, trato de no darme con nadie por la calle. Sobre todo porque los tengo ya muy calados a los peatones.

A lo mejor lo que ocurre es que en España la gente es incapaz de andar en línea recta. ¿Será eso? ¿Nos falta ese gen? 


Con la punta del zapato




Hace unos días estaba en una zapatería. 

Me paré a ver un par de zapatos, y detrás mío había un pequeño grupo de personas. 

De repente alguien quiso pasar entre nosotros y me dio tal empujón que por poco me voy al suelo. La señora en cuestión ni se inmutó. Con ella no iba la cosa.


Al ver mi cara de sorpresa, y tras escucharme decirle a la buena señora que hiciese el favor de tener un poco más de educación y que si quiere pasar, con que me pida permiso la dejaba pasar con todo el amor del mundo, el marido se disculpó por ella. 

Ella, me miró con cara de pereza y no se disculpaba. Lo que me indignó más todavía. y siguió la conversa-discusión.


El señor se volvio a disculpar, y añadió que no había que ponerse así. 

Y le dije que lo sentía mucho, pero que sí había que ponerse así, ya que en una sociedad civilizada, la gente no puede ir por la vida dando empujones para pasar. 


"Pero si ya le pedí disculpas"


"Sí, pero usted no es el maleducado, lo es su mujer, que todavía no ha dicho nada, y que es la que me empujó sin disculparse".

Como no soy un machista, no le solté un "a ver si la educa", que es lo que estaba pensando en ese momento. Pero mi educación me hizo que me mordiera la lengua. 

Por desgracia, el marido estaba mucho mejor educado que su mujer, y ella, francamente, estaba envuelta en varias capas de orgullo y vanidad. Y como todos sabemos, la gente orgullosa, suele ser también idiota. 

No entiendo el orgullo de empujar a los demás para pasar, y creo que todavía pocos piensan que el pedir disculpas -aunqué sé por experiencia propia que es dificil de hacer-, nos engrandece como personas.



A estas alturas, la señora se desentendía totalmente del tema y se probaba los zapatos como si nada. Como si el idiota fuese yo y mi estúpida queja.


El marido se fue a su lado y ambos me miraban como si yo tuviese la culpa de todo. Esto suele pasar mucho en este país. 

La culpa es de cualquiera menos mía.


Mea culpa



Hace tiempo que noté que mientras que en Inglaterra y EEUU la gente trata de resolver los problemas que van surgiendo día a día lo antes posible, en España se gasta demasiada energía discutiendo a ver quien tiene la culpa. 

Y mientras que todos discuten con todos, y se apuntan dedos a diestra y siniestra, el problema sigue intacto, cuando no empeora.


No entenderé nunca por qué es más importante el buscar el culpable que buscar la solución.

¿Será culpa de la educación y cultura católicas que aún invaden la vida en España?

Últimamente, cada vez que alguien se me echa encima por la calle, sobre todo al cruzar los semáforos, pienso que si llevara una cazadora con pinchos, o con cuchillos grandes y relucientes como armadura, igual la gente miraría más por donde iba.... o igual no lo harían. 

Se cortarían y me echarían la culpa a mí por llevar pinchos encima.


Confieso que es la idea más macabra que he tenido en lo que va de año.

lunes, 18 de enero de 2010

De origen humano

AOG, Madrid

Toda tragedia requiere dolor. La que está ocurriendo en Haití no se queda atrás. El sábado pasado leí con lágrimas en los ojos los reportajes que empezaban a llegarnos de los corresponsales en Puerto Príncipe.

Es obvio que el estado haitiano está destrozado, al igual que el país que regía.

Desde entonces, la cosa no ha hecho más que empeorar. Hoy en El País, la noticia es que la gente empezó a comportarse como la mala especie que somos.

El caos producido por el total colapso del país asegura que la gente haya empezado a asegurarse el pan nuestro de cada día. Algunos de una manera más civil que otros, que lo hacen de manera más bárbara.

Lo curioso es que la manera que se utilice, independientemente de nuestro adjetivo calificativo, es de origen humano.

Esta foto nos demuestra el cómo los humanos nos comportamos antes los humanos que se quieren (en nuestra humilde opinión) pasar de listos.

Fue publicada en El País y nos muestra como los ciudadanos de la capital tratan a un hombre acusado de robar en el barrio de Petion Ville
, en Puerto Principe.

Primero lo desnudan, luego lo linchan y lo arrastran por la ciudad para que escarmiente. Como muestra la foto, no está de más darle algún golpe en el camino. Seguramente se lo merece. ¿No es esa la ley del Talión?

Y por supuesto, la población, una vez más, busca en los cielos lo que necesita en la tierra.

Esta galería de fotos de El Mundo nos demuestra a los fieles suplicando, rezando, en fin, pidiendo a los seres superiores que amelioren la situación en este plano. ¿Es noticia que la gente rece y pida por sí?

¿No es lo que hacemos siempre ante cualquier contratiempo, ya seá un terremoto o un partido de fútbol adverso?

Yo, desde mi cómoda casa ubicada en un país libre de este tipo de tragedias (de momento), me escandalizo cuando veo que esto pasa.

Pero más que escandalizarme, me aterra pensar que, a pesar de los miles de años de evolución histórica, aún estamos a pocas horas del momento en que, como especie, empezamos a caminar erguidos.

Nos comportamos como los animales que somos. Peor aún, nos comportamos como personas. Los animales no creo que conozcan este concepto del linchamiento y del castigo vengativo público.

Y me aterra pensar que yo bien podría ser ese señor al que ahora sus conciudadanos castigan y escarmientan. Yo podría haber tratado de robar comida para darme de comer a mi, o a mi familia.

Lo peor es que esta foto no es la única de este tipo. Ante la falta de una autoridad, el pueblo de Haití ha decidido tomarse la ley en sus propias manos.

¿Qué nos diferencia de ellos? Apenas unas horas con comestibles en las tiendas, y poco más.

Es muy triste que este tipo de tragedias, en vez de sacar lo mejor de nosotros, sacan lo peor porque sacan lo más humano que llevamos dentro: el instinto de supervivencia.

viernes, 15 de enero de 2010

Amores lingüísticos

AOG, Madrid

Ayer el tiempo estaba cambiado. De alguna manera el frío polar que visitó durante varios días Madrid, había soplado hacia otra parte.

Salí de casa muy temprano por la mañana para ir a dar una clase, y noté enseguida que el aire estaba un poquito más cálido.

Bueno, quizá esa no es la palabra exacta. Lo que estaba era menos frío….bueno, menos frío ¿no es más cálido?

Hay veces que el idioma no nos sirve de mucho. Siempre me he decantado por las palabras de cada uno de nosotros, las que nos inventamos, o a las que les damos el giro que buscamos para que signifiquen lo que queremos que signifiquen, aunque el significado sea, ultimadamente, propio y subjetivo.

Desde que vivo en España, me he dado cuenta de que a mi vocabulario se han incorporado algunas palabras nuevas, que nunca pensé que lo harían. Y me agrada que así sea.

Ya que mi pareja vive en Barcelona, y tanto voy por ahí, algunas expresiones catalanas se me han pegado.

Sin ir más lejos, cuando algo ocurre, y no me lo puedo creer, suelo no poder creérmelo en catalán: “No em puc creure”.

Y cuando algo es obvio, y está claro, suele estarlo en la misma lengua: “¡és clar!”.

Confieso que a muchos, en Madrid, les parece extraño que utilice palabras en catalán sin ser catalán.

Y a los que son catalanoparlantes amigos míos, me suelen decir que “molt be”; muy bien. Pero también les ha parecido raro a algunos, ya que no soy de origen catalán. Sin embargo, a unas amigas valencianas les encanta que les diga palabras en catalán/valenciano. Una cosa no quita la otra.

Mi poco contacto con el vasco no me dejado de momento ningún vocablo en euskera, aunque no descarto que lo haga en el futuro.

Del gallego, más que algún que otro “iño” como terminación graciosa de vez en cuando, tampoco “estoy cansadiño”.

Sin embargo, sí salpico el idioma con palabras en inglés y francés y nadie dice nada. De hecho, les hace gracia.

Pero cada vez que viajo, se me suele pegar alguna palabra o expresión. Cuando estuve en Brasil este verano, se me pegó decir “qué fuerte” en portugués, pero con acento brasileño.

Suena ridículo, pero “qué fuerte” se convirtió en “que forte”, pronunciado “forchi”, que pronto devino en “forchi de la morchi”. Sí, raro, lo sé, pero yo lo encuentro gracioso.

Todo a raíz de que un amigo brasileño nos comentó de la división lingüística en el gigante suramericano que se sucede al norte de Río en la cual la letra "T" se suele pronunciar como "CH".

Consecuentemente, América Latina, en portugués brasileño, se pronuncia "America LaChina".

Y claro, 'América lachina' (sic) es graciosísimo... ¿no?

Cuando volví de Argentina, volví con un “¿viste?” porteño que aún pronuncio cuando es necesario.

Aunque mis amores lingüísticos (y de cualquier otra clase) para con ese país empezaron de la mano de Mafalda cuando yo era pequeño.

Hace años me di cuenta de que según con quien me junte, mi manera de hablar cambia.

Se modifica para acomodar a los que me rodean. Bueno, no solo para eso, muchas veces lo hago para reírme un poco, y para que se rían ellos.

Además, me gusta mucho incorporar las palabras de los demás. Me gusta que la lengua siga viva, y se expanda. Sobre todo la mía.

Me parece algo maravilloso que los humanos podamos tomar palabras y expresiones de todas partes y hacerlas nuestras simplemente pronunciándolas.

Es una manera de compartir el ingenio humano. Y hasta de expandirlo de la manera más humilde.

Aún así, aún a pesar de incorporar vocablos y expresiones, aún a pesar de inventarme algunas nuevas (¡vivan los neologismos!), aún así, hoy no sé si hacía más calor, o menos frío...¿viste?

lunes, 11 de enero de 2010

Ante muchas posibilidades

AOG, Madrid

Hace un par de días quedé con una buena amiga a tomar un café. A lo largo de la tarde, entre sorbo y sorbo, me contó de su viaje a Japón enseñándome algunas de las fotos que había tomado.

Lo que más me emocionó fue ver las fotos de su familia; es un lujo el poder ser testigo (aunque bastante voyeur) de la intimidad familiar.

Mi amiga no nació en Japón, si no en México, aunque es de origen japonés.

Las fotos mostraban los rostros en los que ella se ve reflejada. Su abuela, una señora de apariencia humilde y seria. Chiquitita, pequeñita, y muy muy viejita.

Sus primos, tíos, familiares.

Sus padres, que hacía años no iban a Japón (su madre, me parece, no iba desde hace unos 30 años).

Fue muy interesante fue el ver como ella, al igual que yo y todos los que tenemos un pasado no ligado a una sola cultura, subyugaba una de sus culturas a otra de ellas.

Algo parecido noto en el escritor Javier Marías que, por alguna razón, impone todo lo que sea “anglo” a aquello que sea “hispano”.

Mi amiga, quizá sin saberlo, se enorgullecía de Japón y dejaba un poco de lado, aunque sin malicia alguna, a México - origen de su otra mitad cultural-.

De alguna manera, uno de los dos países, una de las dos culturas, es mejor que la otra.

Mi amiga también me comentó que su madre, al no haber estado en tanto tiempo en el país, se fue muy contenta, asegurando que la raza había mejorado.

Es decir, la gente la veía más guapa, más sana, más todo. Mi amiga decía algo parecido.

Para ella, el país había perdido sus complejos anteriores. Ahora la gente estaba más orgullosa de ser japonesa, de su cultura y logros.

Le dije que, a mi ver, los mexicanos también están orgullosos de ser mexicanos y de su cultura. De sus logros. Mi amiga me miró como si fuese un marciano. En su opinión, no era así. Una vez más la subrogación cultural.

Le dije que bueno, que una vez eliminado el complejo de inferioridad....los mexicanos sí estaban orgullosos.

Y ahí empezó una nueva conversación respecto a los complejos de inferioridad -algo que ambas culturas tenían en común-.

Pero no son las únicas. Esto pasa en España también.

Los absolutos

Desde que vivo en España, me he topado una y otra vez con la costumbre de querer saber qué, o cual, es el/la mejor de algo.

Cuando unos amigos van a visitar Londres, me piden que les diga "cual es el mejor restaurante", "la mejor tienda de zapatos", "el mejor hotel", el o la "mejor" lo que sea.

Sin embargo, cuando algún amigo británico viene a España, me suelen decir si les puedo recomendar algunos restaurantes, si les puedo dar el nombre de algunas tiendas de zapatos, de algunos hoteles. Algunos.

Buscan elegir de entre los muchos, y la idea de imponerles mi criterio y decirles lo que es "el mejor" es anatema para ellos; para su cultura.

Por mi parte, siempre he dicho que lo mejor, no existe.

Es obvio que mientras que en España la gente piensa en absolutos, en Reino Unido y EEUU lo suelen hacer en fracciones. Es decir, nadie piensa que lo mejor de algo pueda existir.

El miedo a los absolutos es, sin duda, una de las cosas que el mundo "anglo" no comparte con el "hispano". O al menos hasta cierto punto.

A veces pienso que en España, o en la cultura hispana, no nos gusta esforzarnos mucho y que, ante muchas posibilidades, es mejor que nos digan la mejor, y dar el asunto por finiquitado.

Por desgracia, esto conlleva el subyugarse al criterio de los demás, y censura el nuestro, aunque sea por voluntad propia. Creo que es mejor pensar por nosotros mismos.

Año nuevo, sol nuevo

Aparte de la subyugación cultural y las mejores y peores cosas del mundo, sí me quedé con un momento de belleza prestado y que quisiera compartir.

Resulta que en Japón, según mi amiga y sus fotos, es costumbre el uno de enero, el ir a la playa para ver el primer amanecer del año. El primer rayo de luz solar.

Mi amiga me mostró las fotos del evento y algunas eran impresionantes. Primero que nada porque para los que no somos japoneses y no vivimos por ahí, cualquier imagen del Japón es de interés.

Las imágenes de varios japoneses, envueltos en bufandas y abrigos, muchos con sus perros, paseando en la playa por la temprana mañana, eran cautivantes. Insólitas. Y muy bellas.

Es curioso que el país nos vende parte de su cultura –todos conocemos la moda japonesa (Kenzo), los coches (Toyota, Honda, Mitsubishi), los aparatos electrodomésticos (Walkman), los instrumentos musicales (los teclados de Yamaha), las empresas multinacionales (Sony) &c.-, pero no suele enseñarnos su cara.

De hecho, para muchos, la primera vez en mucho tiempo que en occidente vimos como es más o menos el país del sol naciente fue en la película “Lost in Translation”.

Las imágenes de Tokio nos impresionaron a más de uno.

Recuerdo que cuando la fui a ver en Londres, todos mis amigos y yo pensábamos lo mismo. Estábamos impresionados. Tokio era como Nueva York, pero más grande. Más urbanita. Más todo.

Mi amiga también me contó la costumbre, esta quizá sólo en el pueblo de su padre, y no necesariamente de todo Japón, de coger un poco de arena para esparcirla en la casa a lo largo del año.

Trae suerte.

Me gustó mucho la idea. Siempre he sido fan de las supersticiones y leyendas familiares de todo el mundo.

Esta se quedará conmigo durante mucho tiempo.


jueves, 7 de enero de 2010

Nieve

AOG, Madrid

No sé si los colores hacen ruido, ni tampoco si promueven el silencio, pero hoy Madrid está nevado y el ruido que acompaña la ciudad cotidianamente ha disminuido tanto, que diría que la ciudad está dormida. Madrid estaba blanca y silenciosa. Al menos desde mi ventana.

Yo, que no me he criado en ninguna latitud dada a las nieves, suelo sentir un poco de miedo -a la vez que emoción y admiración-, cuando veo caer los copos desde la ventana.


Este fenómeno atmosférico siempre consigue que calle. Que mire con ojos de niño lo que ocurre. Hay algo trascendental en ese manto blanco que todo lo cubre.

Mi primera preocupación esta tarde, antes de salir a trabajar, fue ¿qué me pongo?


En Londres estuve a punto de comprarme unas botas de nieve, pero no lo hice. Hoy las eché de menos.

Tonto de mi.

domingo, 3 de enero de 2010

En ningun lugar

AOG, Madrid

Volver. Siempre placentero. Recuerdo que la madre de un amigo decía siempre que en ningún lugar como en casa.

Estoy de acuerdo, pero sólo a medias. Sobre todo porque suelo pensar que en muchos lugares, uno se puede montar la casa y vivir ahí como en cualquier otro lugar.

Quizá porque yo, a diferencia de otras personas, llevo la vida a cuestas, y la poso aquí y allá, y las demás personas -que las envidio-, tienen una vida ligada a su geografía personal.

Supongo que yo también, pero mis geografías siempre han sido errantes.

Aunque esto puede ser simplemente mi absurdo romanticismo que está siempre ligado a la carretera.

Es decir, a viajar. Esta imagen (de la fotógrafa Toni Frissell) de la izquierda es de la modelo británica Lisa Fonssagrives, y fue tomada en la estación de Victoria, en el año 1951., para la revista Harpers Bazaar.

En aquella época, el viajar todavía tenía algo de elegante, de romántico.

Algo que ha perdido con el tiempo y se ha convertido en el hastío que suele suponer hoy día.

Esta mañana me levanté a las 04:45 para tomar el primer avión de regreso a Madrid. Hace unos días nevaba y el país estaba medio colapsado. Hoy tuve suerte.

Llamé a un taxi que me vino a buscar a casa y me llevó a la estación de Victoria, a la que llegamos en menos de 40 minutos- todo un récord para la distancia recorrida-.

Llegué demasiado temprano pues el primer tren hacia Gatwick no salía hasta las 06:30.

La estación de Victoria estaba medio desierta, sólo algunos viajeros como yo, alguna tienda abierta que otra, incluyendo el Delice de France que vendía unos muy aromáticos croissants y el puesto de café ambulante al que no quise acercarme dado el tamaño de la cola que esperaba para comprar una taza del preciado líquido.

Finalmente me subí al tren donde tuve a dos pasajeros 'cacatua' como compañeros de viaje durante 35 minutos. Eran ingleses, lo cual comprueba que no siempre los británicos viajan en silencio -algo que yo suelo decir a su favor bastante-.

En el aeropuerto la cola para hacer la facturación era inmensa. Nunca entenderé como la UE permite a las low cost tratar a los pasajeros lo mal que lo hacen.

Luego pasé el control de pasajeros como mejor pude y estuve una hora y cuarto dando tumbos de tienda en tienda sin comprar nada más que el periódico del domingo, un par de sandwhiches para el vuelo (me niego a gastar mi dinero en el avión), y una botella de agua.

Como estúpida anécdota diré que la chica de la sala de espera nos hizo pasar a todos sin abrir la puerta de acceso a la pista. Con lo cual, el sentimiento de ensardinamiento comenzó inclusive antes de subir al avión y duró casi 15 minutos.

El vuelo, confieso, fue bastante placentero, aún a pesar de que la aerolínea ha instalado asientos cuyos respaldos no se doblan hacia atrás y tienes que viajar erguido completamente. Como siempre, todo son ventajas.

Con un poco de tortícolis en el cuerpo, llegué a España. Barajas estaba, como de costumbre, rebosando de gente esperando a sus seres queridos; muchos de ellos hispanoamericanos. El metro, como el aeropuerto, lleno de gente.

Salí de las entrañas de la Castellana y la crucé, peleándome con un gélido viento que calaba el cuerpo y resecaba mis labios. El cielo estaba grís, triste, como el de Londres.

Siempre es placentero volver a casa.

La damos por obsoleta

AOG, Londres

Siempre despotrico contra los ingleses, pero tienen una virtud que echo mucho de menos en España (virtud que también tienen otros países, no sólo ellos): la historia.

No hablo de la memoria histórica, que en España parece que no va más allá de la Guerra Civil.

Hablo de que cuando estás en Reino Unido, el pasado te asalta, tanto por sus cimientos, aún presentes en la sociedad británica, como por su presencia aún a pesar de tratarse de una sociedad moderna.

No es que esto no pase en España, pasa, sí, pero menos. Tanto menos que a veces me asusta que no pase más.

No hablo ya del pasado religioso que, por desgracia, aún se mantiene firme en el país (Semana Santa tras Semana Santa nos vemos con los nazarenos, las vírgenes paseantes, y demás parafernalia idolátrica), ni del pasado aleatorio de algunas regiones que deciden dónde y cuando empiezan sus reivindicaciones históricas, saltándose a la torera los siglos que no les gustan, y los personajes que incordian su particular hilo conductor de la narrativa nacionalista.

Me refiero sobre todo al enorme desconocimiento que hay en España acerca de el país antes de 1936. O de 1931. Es decir, todo lo que pasó antes de Franco.

La mayoría de la gente sabe que hubo una República (que fue la segunda que hubo en España), y después una Guerra Civil. Pero pocas personas saben algo más del siglo XX hasta 1931.

Nadie sabe de las guerras del Rif en el norte de África; ni por qué España no participó en la Iª Guerra Mundial; de la Guerra de Cuba se sabe que existió, que España perdió Cuba y Filipinas, y poco más. También perdió las Carolinas.

Pocas personas saben cómo es que esas dos provincias de Ultramar (que en 1898 es justo lo que eran), pasaron de ser colonias, a ser parte del país a lo largo del XIX -y ya que estamos, que en 1975 el Sáhara era también una provincia, como Soria o como Girona-.

Mucho menos saben de la historia del imperio español en América.

No se trata de decir (que es lo que hacen muchos) que fue el más grande del mundo y que el sol no se ponía en él. Y que se nos llene la boca al hacerlo. Por cierto, ¿quien dijo lo del sol? No, no fue Felipe II, fue Fray Francisco de Ugalde en una carta a Carlos I (o V si se prefiere)
.

Fue algo más que eso. Más que cualquier otra cosa, ese imperio definió la península desde 1492 hasta hoy. Y a nadie le importa. Se desconoce casi por completo.

Y tanto es así, que si uno lee historia británica, ellos mismos dicen lo mismo de su imperio y lo del sol: "
this vast empire on which the sun never sets, and whose bounds nature has not yet ascertained", como dijo George Macartney en el año 1773, quizá por primera vez en inglés (este vasto imperio en el que el sol nunca se pone y cuyos límites la naturaleza aún no ha asesorado).

Se trata de que aquel cuerpo internacional tuvo sus altibajos, sus contrastes, su propia cultura,; también su lado negativo, que fue inmenso y brutal, y su lado positivo que fue....¿alguien lo sabe?

¿Alguien puede hablar con propiedad de los logros de aquel país global que era una potencia tanto militar como cultural?


Pero más aún que eso, ¿sabemos por qué desapareció? ¿De verdad cree la gente que el no saberlo no es importante?

Los británicos, muchos de ellos, se llenan la boca cuando hablan de su imperio, pero es igual de cierto que muchos de ellos pueden, hasta cierto punto, discutir las razones por las cuales nació, creció, tuvo su apogeo en el XIX, y se derrumbó.

¿Podemos decir lo mismo en España? Diría que no.

Creo que nos falta mucho debate histórico en España todavía. Tenemos que conocer mejor el pasado para poder encarar mejor el futuro. Nos dicen que hay que hacer esto a nivel personal, ¿cómo no hacerlo a nivel nacional?

Es curioso que mientras en Hispanoamérica la gente tiene varios conocimientos de la historia de España, la venia no es recíproca.

¿Alguien sabe por qué La Habana es la capital de Cuba? ¿De dónde viene el nombre? ¿Cuántas veces cambió de manos Florida?

¿Qué la República Dominicana fue el único territorio que, una vez independizado, pasó de libre elección bajo la tutela española una vez más en 1861?

¿Conoce alguien el nombre del embajador español que mandó tirar un servicio de mesa de oro completo al Moskva para impresionar a la zarina?

Son sólo pequeñas anécdotas, pero es curioso que en España, la historia del país a lo largo de los siglos se ha olvidado. Y en Inglaterra, pues no.

Quizá no en la academia o en las facultades, pero es cierto que el pueblo llano, es decir, los españoles, hemos olvidado nuestra historia y la damos por obsoleta.

A nadie le importa por qué una de las plazas más emblemáticas de Londres se llama Trafalgar, un cabo sin mayor importancia de la provincia de Cádiz, pero todos (o casi todos) los ingleses lo saben.

Cuando camino por Londres, es dolorosamente obvio que en ese país, el pasado, su pasado, es una joya a la que pulen y lustran sin parar. Una entidad viva de la que derivan mucho placer, orgullo, y sentido histórico.

Lo que los británicos quieren o no ser tiene su sentido en los mares de su historia. Aunque a grandes rasgos, saben de donde vienen, y, por lo tanto, hacia donde dirigirse.

Diría lo mismo de los franceses, de hispanoamérica, de EEUU, en fin, de casi todos los países occidentales que he visitado en mi vida.

Quizá en la península deberíamos hacer lo mismo.

Al fin y al cabo, no seríamos nosotros mismos sin el pasado que hemos tenido. Pero al querer olvidar lo cercano, es decir, la tragedia de una guerra civil, ¿no hemos olvidado también lo lejano?

sábado, 2 de enero de 2010

Conocida prepotencia

AOG, Londres

La estancia en Londres de estos últimos días no ha hecho más que reforzar mi empeño en vivir fuera de la isla.

Estaba haciendo de turista con unos amigos por el centro, cuando se sucedió un pequeño desfile de soldaditos uniformados dentro de la parte del Horse Guards Parade que da a Whitehall.

De alguna manera, mi pareja y yo convencimos a nuestro amigo para que se subiese a un poste de esos que no permiten que pasen los coches (y que no llega más alto que la cadera) para que viese mejor lo que pasaba.

Estaba cayendo la noche (aunque no eran ni las cinco de la tarde) y habíamos pasado una buena tarde paseando por Green Park, Picadilly, y haciéndonos fotos frente al palacio de Buckingham.

Nuestro amigo, cámara digital en mano, estaba un poco reacio a subirse al poste al principio, pero de alguna manera le convencimos. A los pocos segundos, un policía se le acercó y con muy malas maneras le dijo que se bajara inmediatamente. Nuestro amigo no habla mucho inglés, pero entendió lo que le decían. Me acerqué para ayudarle a bajar, y, por desgracia, tuve que presenciar la descarga verbal del policía en la cual le decía algo así como “nunca más en tu vida me vuelvas a poner la mano encima” con toda la mala leche del mundo.

¿Su crimen?

El haberse apoyado un par de segundos sobre el hombro del uniformado para poder bajar sin romperse la cabeza, o una pierna.

Me parece excesivo e innecesario.

Ante la ya conocida prepotencia del cuerpo de policía (da igual el país, en general suelen ser personas muy dadas a abusar de su uniforme), no sabía si decirle que mi amigo no entendía lo que le estaba diciendo.

Mi amigo, al no haberse enterado mucho de lo que le habían dicho, no se preocupó mucho por el incidente. Yo, sin embargo, había sido testigo a un ataque verbal hacia una persona y estaba de muy mal humor. No diré que me aguó la tarde, pero casi.

Al cabo de un rato estábamos haciendo chistes y paseando por el Soho.

Fuimos a cenar al Bodeans, un restaurante de barbacoas (BBQ) estadounidense que suele tener buena comida ubicado cerca de Oxford Street. Normalmente pedimos Clam Chowder, una sopa de Nueva Inglaterra hecha con crema y almejas. Es deliciosa.

Normalmente la hacen muy bien, sin embargo, en esta ocasión, el que la cocine estuviese cerrando hizo que nos dieran gato por liebre, o lo que es lo mismo, patata por almeja.

No bastaba que la sopa hubiese sido recalentada en el microondas, sino que un plato que normalmente lleva algo de patata, ahora llevaba algo de almejas, y mucho de patatas. Patatas a medio descongelar, por cierto.

Si, ya sé que esto puede pasar en cualquier sitio. Pero pasó este día, y yo estaba de mal humor.

Además, nos negaron un café, y luego nos cobraron un 12,5% de propina.

viernes, 1 de enero de 2010

Un fin de película

AOG, Londres


El año pasado, la festividad de Fin de Año fue algo que se aproximó bastante al fiasco.

Las autoridades viarias de Londres decidieron cerrar todos los accesos al centro y estuvimos dando vueltas como tontos por la ciudad arriesgando tomar las uvas en el coche.

No hubiese sido la primera vez, ya ocurrió durante mi niñez en EEUU cuando mi madre decidió llevarnos a celebrar el cotillón de Fin de Año a un restaurante y las calles de Houston se llenaron de tráfico una hora antes del evento.

Recuerdo como mi madre (alias Madame Mère) salía del coche, vestida de noche con un traje vaporoso de color turquesa, y nos sacaba a nosotros del mismo para celebrar el momento. No hubo tragedia, y, bueno, nos reímos mucho después.

Afortunadamente, el año pasado llegamos a casa mi madre, mi pareja y yo, con 15 minutos de holgura antes de las 00:00. Cenamos a las mil, llevamos a Madame a su casa, y volvimos a casa sobre las 7 de la mañana.

Este año, sin embargo, los contratiempos fueron otros, aunque relato que salimos airosos del todo.

Primero que todo, Madame Mère no quería ir a cenar porque temía que no hubiesen taxis de vuelta.

Y no, no puede ni quiere ir en metro o autobús.

Investigué la situación de los taxis el 31 de diciembre y descubrí que funcionarían, pero dada la restricción viaria, darían muchos rodeos, se tardarían más, y, en fin, no sería fácil.

Llamé a Madame Mère y le informé de los acontecimientos. Iría a cenar, pero no sin antes protagonizar un nuevo episodio de la serie "Dramas Familiares", de la cual yo mismo soy escritor, artista invitado, elenco, editor, productor, y actor de reparto, según el episodio del día.

Tras informar a la susodicha de la buena nueva, a cambio, tuve que ir a por ella a su casa para hacer de acompañante desde el punto A hasta el punto B, y viceversa.

Sin embargo, camino de palacio, como quien dice, Madame tuvo un percance doméstico donde se cayó al suelo al tropezarse con la maraña de cables que tiene entre la sala y la habitación y que se niega a desenredar.

Un dedo del pie magullado, y un moratón en la rodilla más tarde, llegué y salimos camino del Soho donde nos esperaban a cenar en el Satsuma.

La velada fue placentera, con Madame Mère de protagonista dado su pequeño accidente ortopédico, y, al finalizar la misma, tuvimos la suerte de haber encontrado un taxi a la puerta para llevarnos de vuelta a su casa. Gracias Juan.

El conductor del vehículo quiso pasarse de listo nada más subir, pero, gracias a que , para listo, servidor, le informé de que cualquier desvío por las rutas turísticas de la capital británica no sería bienvenido, y que preferiría que siguiese la ruta trazada por su compañero a la venida.

Lo cual, he de asegurar, hizo sin apenas resentimiento aparente. Lo siento, fin de año no significa abuso del cliente.

Con más de una hora antes de que acabara el año, regresé con mi pareja y amigos (que se habían ido a tomar teses y cafeses al Valentino de toda la vida durante nuestra ausencia), y nos fuimos al bar designado para pasar la velada.

Bailamos, cantamos, bebimos, nos reímos, en fin, lo de siempre.

A las 23:50, pusieron la tele en el bar, y, como es costumbre, la BBC mostró las imágenes de algunos de los fines de año ya acontecidos en el mundo, empezando por Tokio. Berlín, París.

Curiosamente, no creo que por primera vez aunque no suele ocurrir mucho, entre las ciudades que visitó la cámara, estaba Madrid.

El estruendo que se sucedió en ese bar londinense dio testigo del número de españoles presente. No éramos los únicos. Los ingleses del bar creo que se asombraron ante la actuación hispánica. Nosotros nos reímos.

Entre mis amigos, algunos empezaron a comerse las uvas con los cuartos, aunque les había dicho que eso aquí no pasaba, y que la primera campanada significaba que el año empezaba.

Doce uvas más tarde, empezaron los abrazos, los besos, los buenos deseos, las llamadas telefónicas a los seres queridos, los mensajes al móvil. Alguna lágrima por los que no estaban también.

Salí a la calle un par de minutos más tarde, y había comenzado a nevar. Me quedé mirando hacia el cielo para presenciar un momento cinematográfico.

Me encantó.

Junto a la farola que alumbraba la calle, me puse a contemplar como caían los copos.

Parecía Nueva York, pero era Londres.

Llamé a Juan, a mis amigos, y pronto estábamos todos fuera, congelándonos, mirando cómo caía la nieve lentamente. En silencio.

Con tanta dignidad, que casi daba vergüenza tocarla con la mano.

La dejábamos posar sobre nosotros sin quitárnosla de encima.

Parecía el final de una película; un final feliz.

Quizá el mejor final para la década que despedíamos. Y también el principio de la década que estrenábamos.


Sobre la 01:45, cogimos el metro, y nos dirigimos a casa.

¡¡Bienvenido sea el 2010!!